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«Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
             de alegría perpetua a tu derecha»
 
(Sal 16,11).

    Del problema al misterio

    La muerte para el creyente es algo más que un mero  problema físico-psíquico que tarde o temprano habrá que afrontar. Y aunque muchos traten de vivir lo mejor posible dejando a un lado esta cuestión, despachándola con un «ya se verá cuando llegue el va momento…», a nadie se le escapa que la muerte, su muerte, es un verdadero problema. Por un lado, constituye algo natural, universal, es parte de la vida. Por otro lado, la aniquilación que provoca nos sabe a absurda contradicción, pues se opone a nuestro noble deseo de vivir y perdurar.

    Este problema es, por así decirlo, una ventana sobre la muerte: la impresión que produzca el paisaje variará mucho de una persona a otra; algunos, por el miedo o la repugnancia que les infunde, llegan hasta el extremo de tapiar la ventana.

    Es igual; al fin y al cabo -como decía el filósofo griego Bión-, el camino de la muerte es tan fácil que lo hacemos con los ojos cerrados…

    Misterio

    El misterio en el sentido genuino del término, significa una apertura a la trascendencia, esto es, a una mayor calidad de vida y conocimiento.

    De ahí que consideremos muy apropiada la expresión «el misterio de la muerte», porque, aparte de adecuarse a la descripción arriba señalada, nos remite a Dios mismo, el «Misterio» por antonomasia, que es origen y fin de la vida.

    Podríamos decir que la muerte es misterio porque, si bien es verdad que en Dios vivimos, nos movemos y existimos (Hech. 17, 28), también es cierto que -como ha escrito un conocido teólogo- «Dios es aquel en el que el hombre mortal muere y por el cual y para el cual resucita».

    La fe de la Iglesia contempla siempre la muerte del cristiano a la luz de la resurrección de Jesús y en la esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva, la plenitud del Reino de Dios al final de los tiempos.

    En la liturgia eucarística, después de la consagración se aclama así el misterio de la redención:

    «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús»

    La muerte es una de esas realidades que el cristiano no ve, pero espera.  Porque en realidad la muerte pertenece en mayor medida al «más allá» que al «más acá», por lo que tiene de definitivo e irreversible.

    Lo que nosotros podemos observar cuando una persona muere es sólo un proceso fisiológico que concluye con la interrupción de las constantes vitales; un organismo que deja de funcionar como tal cuando la chispa vital se apaga.

    Pero ¿es eso la muerte? Me temo que sólo podemos ver una cara de la moneda. La otra, el aspecto personal y subjetivo, no es accesible a los testigos. Porque la única persona que podía describirnos por experiencia propia lo que realmente sucedía allí, el mismo difunto, ya se ha ido.

    Pero sabemos que a Jesucristo el Padre lo levantó de la muerte con el poder de su Espíritu. Él es el primero que ha despertado a la vida para no morir más. Y él nos lo ha contado.

    Ahora podemos en verdad decir: «Señor Dios, el único que puede dar la vida después de la muerte…»

    Afirmar el misterio de la muerte significa reconocer nuestra muerte como un paso adelante (y sin posibilidad de volver atrás) en un camino que Jesucristo ha abierto para nosotros, en orden a que podamos participar plenamente de su vida (ver Rm 6,3-9; Flp 3, 10-11).

    Esta novedad introducida por la resurrección de Cristo en la muerte del hombre hace que el cristiano, aun experimentando la muerte con el dolor de la separación que ella provoca (o sea, sin dejar nunca de constituir un problema para él), pueda llamarle «pascua», «nacimiento», «bautismo» e incluso, con el apóstol Pablo, «ganancia» (Flp 1,21).

    Un misterio que revela vida

    La muerte en cuanto misterio «revela» al cristiano la gran verdad de su existencia: su vocación a compartir en el amor la vida divina, la vida eterna.

    Porque nuestra vocación a la inmortalidad no significa una mera prolongación sin fin de esta vida, sino la plena participación de la vida de Dios, que es algo muy distinto.

    La Escritura nos presenta una imagen de la vida eterna cuyo marco no es el estiramiento infinito del tiempo y el espacio cósmicos, sino el cielo nuevo y la tierra nueva (Dios renueva el Universo entero), y en medio la nueva humanidad, en cuyo centro está Jesús: «Dios entre los hombres: morará con ellos; ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos. Les enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado»  (Ap.21,3 -4).

    Estamos llamados a participar de la misma gloria del Resucitado, que -no lo olvidemos- en los relatos evangélicos se presenta siempre a sus discípulos mostrando los signos de la Pasión. Compartir plenamente la gloria de Jesús supone, primero, pasar por su Misterio Pascual, que incluye la muerte.

    Los cristianos, es verdad, conocemos ya la plenitud de vida que es Cristo, la vivimos en la fe y en la caridad, la celebramos en la Liturgia. Pero todavía no se ha manifestado en nosotros totalmente. En la esperanza, aguardamos su realización completa después de la muerte.

    Considerar la muerte como misterio de salvación llena de sentido una expresión tradicional referida al morir y que ya no se escucha con frecuencia: «pasar a mejor vida».

Pensamientos  entresacados de un articulo de Alberto Núñez

(Rev. SAL-TERRAE 1997)