La muerteIndudablemente, la muerte, hoy, es un tema tabú; es aconsejable habla lo menos de ella o nada; pero hay un hecho cierto: la muerte existe; otro hecho: la muerte no es el final de la vida, sino la puerta a una vida eterna.

No se puede negar que la muerte es dolorosa, la propia y la cercana; pero sí es un acontecimiento lleno de esperanza para los creyentes.

Hoy se intenta huir del dolor; pero el dolor existe. Lo más que podemos hacer es maquillarlo, ocultarlo tras la sonrisa o la risa, callarlo para saborearlo en soledad.

Pero, una cosa es cierta, las malas noticias existen y es bueno compartirlas.

Junto a la muerte no se puede evitar el dolor, mayor cuanto más próxima se encuentre de nosotros; pero sí se debe aceptar desde el convencimiento de que se ha iniciado una vida llena de felicidad.

Lo que sí está reñido con la muerte es la desesperación, la melancolía, el enfrentarse con Dios diciéndole por qué se ha llevado a tal persona, habiendo tanta gente que lo merece más.

En nuestras relaciones con el Padre se nos presentan dos verbos que conviene matizar: mandar y permitir.

El verbo «mandar» suele conducir al enfrentamiento con Dios: «¿Por qué tenía que mandar tal enfermedad terminal o muy dolorosa a una persona tan buena?»

Está claro que a esta pregunta no le encontraremos respuesta, entre otras cosas, porque no es verdad. Ver la acción de Dios como un castigo inmerecido o pensar, en el caso de que nos parezca justo, como un castigo ganado a pulso, va en contra de la propia naturaleza de dios, que es Amor.

Dios sólo puede desear lo mejor para cada persona; todos somos hijos muy queridos de Él. Jesús se hizo hombre, siendo Dios, exclusivamente por Amor a fin de alcanzarnos la redención y con el fin de que fuéramos felices en el cielo.

Hay un hecho incuestionable: Dios nos ha regalado la libertad.

El otro verbo, «permitir», es dejar que la naturaleza siga su curso.

La enfermedad, el dolor, la muerte están presentes en nuestra naturaleza y Dios permite que así sea.

Cuando se produce una curación milagrosa es porque Dios así lo ha querido, rompiendo el curso del dolor. Es el milagro.

La muerteEs importante colocar el dolor, la enfermedad, la muerte en su justo punto, vistos desde la fe; pueden y deben convertirse en la mayor fuente de gracia personal y a favor del Cuerpo místico.

Lo bueno que dejemos de hacer, nadie lo hará y se perderá. Todo lo bueno que hacemos se volverá en ayuda de los demás.

La razón de ser de las órdenes contemplativas es ser el corazón del Cuerpo místico, que impulse la gracia por todos los miembros.

El dolor ante lo muerte lo podemos y debemos convertir en ofrenda, que dará frutos abundantes.

Será el dolor vivido en paz, un dolor positivo nacido de la aceptación de la voluntad del Padre.

No tenemos, por tanto, que renunciar al dolor ni por qué ocultarlo. Lo que sí podemos y debemos es vivirlo en paz, aportando paz también a los demás.

Los evangelios nos presentan dos casos en los que Jesús actúa frente a la muerte:

Uno es en Naín, Jesús entra en la ciudad con sus discípulos y se encuentra un entierro; se trata de un joven, hijo único de una viuda, que se encuentra condenada a una vejez sola en soledad y pobreza.

Podemos ver a la madre que ha agotado sus lágrimas, sólo le queda el dolor. Jesús se compadece de ella y resucita al hijo.

El segundo caso es Lázaro. Marta y María, sus hermanas, mandan a viso a Jesús, llenas de esperanza: «Señor, tu amigo está enfermo«.

Jesús retrasa su ida cuatro días; cuando llega Lázaro lleva cuatro días en el sepulcro.

Jesús recibe a Marta y Maria; las dos le hacen ver: «Si hubieras estado aquí, tu amigo no hubiera muerto«.

Jesús va al sepulcro de Lázaro; se produce un hecho muy humano, Jesús llora de tal forma que los judíos comentan:

«¡Cómo lo quería!«. Jesús sabe que va a resucitar a Lázaro, pero comparte el dolor con las dos hermanas.

Puedo contar mi experiencia personal; por tres veces me he visto frente a la muerte y en las tres tuve reacción diferente igual que sus sensaciones:

La primera fue bañándome con un seminarista; sería el año 1950. El mar estaba revuelto y decidí bañarme en una cala que parecía en calma; me equivoqué, había allí un auténtico remolino y me hallé en mar abierto; vi que la resaca era fuerte y me alejaba de la orilla a pesar de yo nadar para aproximarme a ella.

La muerteDecidí no pedir ayuda a mi compañero; hubiera sido inútil; aproveché una ola y nadé sobre ella con todas mis fuerzas hasta que me pasó; descansé y me dejé llevar por la resaca hasta la ola siguiente y vi que iba ganando terreno.

Vi clara la muerte, pero no me planteé mi presencia ante el Padre.

La segunda fue también en una playa en el año 1954.me había estado bañando y estaba cansado; paseaba por la orilla recuperando fuerzas. De pronto, y a bastante distancia, un niño pedía socorro. No lo dudé y, a pesar del cansancio, nadé hacia él; veía que no llegábamos a la orilla; pero, por otra parte, me sentía incapaz de asistir a la muerte de un niño sin haber quemado todas las posibilidades.

Llegué a su lado y me dijo sonriente que era una broma; di media vuelta y nadé hacia la orilla; Salí del agua con una sonrisa de oreja a oreja; un señor se enfadó conmigo porque sonreía; le hice ver que lo hacía porque acababa de nacer.

La tercera fue en un tren: era ya tarde y viajaba en un vagón vacío; de repente vi un chico que me amenazaba con una navaja de grandes dimensiones y que me miraba de una forma alucinante; me pedía la cartera.

Lo que contaré ahora duró muy poco tiempo, aunque lo viví despacio. Me plateé hacerle frente; entre cobarde y no serlo, me incliné por lo segundo, aunque veía que me podía ir la vida en la apuesta; pensé que total era presentarse ante el Padre.

Aquí intervino el Espíritu Santo, que me hizo ver que en ese momento me encontraría con las manos vacías. Decidí darle la cartera.

Luego, más adelante, me planteé este concepto de las «manos vacías» y comprendí por primera vez, el «Yo pecador»; cuando decimos: «porque he pecado mucho de pensamiento, palabra y omisión».

«Las manos vacías» corresponden a la «omisión»; lo mucho que he dejado de hacer.

Termino con una frase de Juan Pablo II, momentos antes de morir: «Dejadme ir a la casa del Padre«, dicha por la seguridad de lo que se iba a encontrar. Realmente valía la pena.