ImageHace tiempo tuve ocasión de realizar un pequeño curso sobre comunicación y dialogo en el colegio de mis hijos. Constaba de diez sesiones de hora y media dónde básicamente, una socióloga, mediante juegos prácticos y terapia de grupo, establecía una serie de pautas para comunicarnos mejor con nuestra pareja, con nuestros hijos e incluso con nuestras amistades.

     Reconozco que, antes de iniciar esas sesiones, creía que no me hacia falta aprender a comunicarme con mis semejantes y a su vez comprenderles, del mismo modo que pensaba que yo tampoco necesitaba mucho más para expresarme y ser comprendida. Para tal viaje, me dije, no se precisaban demasiadas alforjas. Sin embargo, me decidí a acudir a esas sesiones porque creí que podían darme algo más de luz a la hora de establecer un buen hilo comunicativo con mis hijos ante esa etapa dura que no tardando me iba tocar afrontar: la adolescencia.

    Pues bien, ya desde la primera sesión, me caí de mi propio pedestal. Me percaté de mi parquedad a la hora de navegar por los canales de la comunicación y el diálogo, no sólo con mis hijos, sino con todos aquellos que conocía, amigos y por supuesto, familia.

    Fue agridulce tal descubrimiento. Por un lado primaba el deseo de aprender, de mejorar la comunicación con mi familia y amigos, pero por otro, me sentaba mal que mi esfuerzo no viniera con vuelta. Yo intentaba escuchar siguiendo las pautas que aprendía en cada sesión, una de ellas y para mí quizá la más importante, la de ponerme en la piel del otro, pero me daba cuenta que el par motor de la gente a la hora de escucharme, era otro. Sentía que me oían, sin más. Como si fuera una gramola.

    Otras veces, verdaderamente sentía que me escuchaban pero me terminaba disgustando igualmente porque me zanjaban la cuestión con frases como "yo que tú haría…", o "lo que tienes que hacer…", consejos no exentos de buena voluntad pero enajenados de la comprensión que se suele precisar cuándo simplemente buscamos desahogarnos.

    Sin duda me irritaba sobremanera porque me daba cuenta con más vehemencia de los vicios comunicativos. Los mismos que tenía yo, desde luego, sólo que al verlos en los demás, me exasperaban porque, efectivamente, la socióloga de aquel curso sabía bien de qué pie cojeaba la sociedad: de esa tendencia a minimizar los sentimientos y problemas que llegan hasta nuestros oídos aportando soluciones rápidas, a menudo irreflexivas pero contundentes, . en lugar de empatizar con las emociones, flaquezas y sentimientos de ese hombre, mujer, niño o anciano que se siente mal y cuyo único anhelo es que, unos oídos sensibles escuchen y comprendan. Nada más.

    La educativa experiencia junto con todo lo que pude asimilar en esas sesiones del curso, contribuyó a que no me dejara llevar tan gratuitamente por la inercia de mis propios oídos. Desde luego no me doctoré en el arte de la comunicación y el diálogo pero me ayudó a establecer diferencias entre escuchar y oír. Comprender en lugar de sacar conclusiones ligeras y empeñarme en dar solución a. los problemas de los demás.

    De aquello, entresaqué una frase que procuré anotar para no olvidarla: "Escuchar es ser un espejo que refleje la imagen de aquel que nos ha elegido como un oído amigo. Un espejo en el que verse tal y como se siente pero a la vez proyectando el reflejo de la comprensión".

     Yo te pregunto, amigo lector: ¿oyes o escuchas?, ¿Eres espejo o un arregialotodo y perdonavidas?

    Tal vez un poco de todo, como todos. Algunas veces escuchas y logras ser espejo, otras, sin embargo, te limitas a oír y a reducirlo todo a una solución, a una regañina o incluso a la indolente enajenación. Y es que, tanto tú como yo, formamos parte de una sociedad proclive a perder la sensibilidad y la paciencia. Una sociedad que vive tan deprisa, tan sumida en rutinas espantosas y tan sobrecargadas, que apenas se permite detenerse en los problemas que ella misma genera. Y así, pasamos por encima de los niños, de los adolescentes, de los hombres y mujeres que sufren, de los ancianos…

    Para terminar, déjenme contarles una anécdota que leí hace tiempo y que me parece bastante ocurrente para demostrar de forma práctica aquello de lo que tanto pecamos.

    Cuentan que, en la sección de alimentación de un supermercado, se encontraba una mujer inclinada sobre un mostrador escogiendo unos tomates para la cesta de su compra. Al reincorporarse, sintió un agudo dolor en la espalda. Se quedó inmóvil a la vez que lanzó un chillido.

    Otra mujer que se encontraba muy cerca, reparó en ella y con gesto de complicidad le dijo: – Si cree usted que los tomates están caros, aguarde a ver el precio del pescado. . . –.

    Moraleja: Por lo general, acostumbramos a oír la realidad que nos inunda, pero lo hacemos tan superficialmente que no hacemos de ella lo que es, sino lo que hemos decidido que sea. Así que, ya sabemos lo que hay que hacer: apliquémonos el cuento. Oir, sí, pero a ser posible procurando escuchar más y mejor.