A Feliza Ruiz Gil

Nuestra vida, como un cuento,
 está llena de personajes que le dan sentido,
 de amigos que llegan y, a veces, también se van.
Pero muchas de estas amistades no desaparecen para siempre.
 Podemos recuperarlas y rescatar así  partes muy valiosas de nuestra historia.

Susanna Tres
(Psicóloga)

 

Felisa,  a través de esta entrevista, nos transportará con sus  recuerdos a un momento de la historia de Almodóvar que para muchos será nuevo y a otros les evocará vivencias.

P.- ¿Cuándo nace Felisa Ruiz?

R. Yo nací el día de las candelas, a las cinco de la tarde; mi fecha de nacimiento es capicúa: el dos de febrero de 1.922.  (2-2-22).

Para dar gracias de mi nacimiento, desde ese día, mi madre siempre llevaba en las candelas, a la Iglesia, una tarta que ella misma hacia con sus manos. Cuando ella murió, yo continué con esta ofrenda, tal y como lo había aprendido.

P. Felisa, ¿fue tu madre un modelo a seguir en tu vida?

R. Para hablaros de ella, tengo que empezar hablándoos de  mis abuelos. Mi abuelo Indalecio Gil, que era de Albacete, lindando con la provincia de Valencia, siendo muy joven vino a trabajar a Almodóvar como secretario del Ayuntamiento o del juzgado. Se hospedó en casa de mi abuela, se enamoró y se casó con ella, luego se fueron a vivir a Ciudad-Real, allí nació mi madre, Cecilia. La bautizaron en la Iglesia de San Pedro.

Como mi abuela era de Almodóvar, en cuanto hubo una vacante, regresaron aquí; entonces compraron casa en la calle Real; contaba mi abuela que eran muchas casitas, compraron varias, las tiraron e hicieron su casa, muy grande. La que hoy es de D. Valentín Martínez. Vinieron unos portugueses para hacer los techos   cada uno diferente al oto, tenía veintidós habitaciones en uno, una sombrilla, en otra  escena, y así todos distintos.  Llevaba cámara de aire, para que nunca hubiese humedad.

Allí se crió mi madre, hija única. Mi madre fue una mujer excepcional, siempre tenía una palabra adecuada, para todo el que se acercaba a su puerta, un consejo para un vecino, la mano tendida para el que la necesitaba. En su casa se hacían  bailes, se ensayaban los teatros.

P. ¿Cómo eran esos bailes y esos teatros?

R. Mi madre, que siempre le gustó mucho la música y que estudió piano con el Director de la Banda de música,  Ruira, era gustosa de que en su casa se celebrasen todos estos actos; aún recuerdo como ensayábamos el Danubio azul, Los pericones, las obras de teatro, con D. Gregorio Herrera, luego se encargó Leopoldo Pérez Serrano.

En una ocasión representamos “Canción de Cuna”; era una obra difícil, que hacia Antonia Cobo de Madre Abadesa. Luego se representaba en el teatro.

Las monjas Agustinas nos prestaban los hábitos para la representación. Siempre se representaban para beneficio de la Iglesia, para beneficio de alguna necesidad. Lo pasábamos muy bien, no recuerdo haberme aburrido nunca.

P. Dices que nunca os faltaban ideas. Si terminábais una obra de teatro; comenzabais con otra actividad; ¿de dónde emanaba tanta inquietud cultural en un pueblo como Almodóvar?

R. Y es cierto, cuántos paseos por la corredera; y cuando llegaba el carnaval… el patio de butacas del teatro se elevaba con unos tablones, y se ponía a la altura del escenario, quedando una enorme pista de baile. Alrededor de ella, toda una fila de sillas, las plateas se alquilaban, decorándose cada una con un estilo distinto: unas venecianas, otras como patio andaluz etc.

En una ocasión, se representó una boda gitana, con todo el lujo de detalles, preciosa. D. Leonardo y mi prima Felisa iban de novios; ella, con el traje de novia de su abuela  Silvia y él, de chaqué, encabezando el cortejo, y detrás todos con sus trajes de gitano y gitana; todo aquello tenía un colorido y un buen gusto digno de recordarse.

En otra ocasión a mi me dieron un premio, hecho por las manos de mi madre. Iba vestida de Napolitana; yo era tan pequeña… que estaba en los pasillos jugando, ni me preocupaba el concurso, pero recuerdo que el regalo fue un pulverizador color miel.

Todo se vivía con mucha alegría. La gran fiesta que era para Almodóvar el día de San Antón o la romería de la Santa donde los  chicos que nos pretendían, aprovechaban ese día, para “pedirnos”. Te pisaban el pie y ya estabas pedida, eras su novia y todos los demás lo respetarían. Y nosotras, venga correr y correr, sobre todo si no te gustaban el chico que pretendía declararse; tus amigas te protegían metiéndote en el centro, haciendo un corro.

P. En vuestra juventud, no fue todo juego y felicidad.  ¿Qué recuerdos guardas de ese tiempo tan difícil que os tocó vivir?

R. Hubo un antes y un después. Para toda aquella generación, que como a mi les cogió en plena adolescencia.  Yo tenía catorce años. Uno de los recuerdos que tengo grabado en mi memoria fue el regreso de la guerra de mi hermano el mayor. En esa casa donde antes había habido: música, risas, felicidad…  Ahora convivían el dolor, la angustia, la incertidumbre. Como un frió y helado viento, se instaló en lo más profundo de nuestro ser.

Mi madre,  que como todas las madres tanto sufrieron. Cuando regresa mi hermano, no lo reconoce. Y es que su físico estaba tan cambiado que era casi imposible reconocer aquel hijo, debajo de aquella pobre persona, que volvía a su casa.

Le decía a mi madre: “Mamá, Mamá, cómo no voy a ser tu hijo. Mira esa es mi habitación y ahí teníamos un espejo, y allí había un retrato de familia”. Fue muy doloroso. Él dando detalles de su propia casa y su madre frente a Él, mirándolo como a un extraño.

Yo, miraba aquella escena, con mis ojos aún de niña. Sólo los niños son capaces aún en esas circunstancias de encontrar un espacio para jugar, reír y ser felices…

Recuerdo con mucho cariño que durante esa época, conocí a Gracita Morales, la actriz, y su hermano Pepe, vivían por bajo, de donde hoy es la sindical, en casa de su tío Rafael Carvajal, que era hermano de la madre de Gracita Morales. Pasaron aquí toda la guerra. Le decíamos al hermano: “anda Pepe, cántanos ojos verdes, y lo cantaba de bien…

Cuando ahora recuerdo muchos años después a dónde llegaron, lo artistas que fueron, quién nos lo iba a decir a los Corchados: Cándido, Ángel, Manolo, que vivían enfrente, y a mí que jugamos tanto con ellos. ¡ Qué tres años de convivencia pasamos!

P. ¿En aquella época, una señorita tenía muchos pretendientes?

R.  Siiiiiiiiiiiiii. Yo recuerdo que tuve un pretendiente que era muy buen partido, como se decía entonces. Un sobrino de D. Gregorio Marañón, que estuvo en los últimos tiempos de la guerra con mi hermano el mayor, Indalecio. Tuve otro pretendiente que era aviador.

Los pretendientes, de una señorita, por aquel entonces, eran personas muy buenas, y formales, que antes de hablar contigo, hablaban con tu hermano mayor o con tus padres, para ver si eran aceptados. Pero para mis padres el que fueran unas excelentes personas y de buena familia, no era suficiente.  El miedo que tenían era que su única hija se alejase en su vejez del hogar de sus padres. Nunca vieron mal que me casase, pero no querían que me alejase. Para ellos hubiera sido el dolor más grande y yo no podía causárselo. La obediencia a los padres era sagrada; pero los obedecíamos amándolos muchísimo; profundamente.

Habían sufrido ya  tanto en los tiempos que a todos nos tocó vivir…
  
P. ¿Cómo eran las bodas entonces?

R.  Muy bonitas. Mi madre me contaba a mí cómo fue su boda. Con unas costumbres muchos más antiguas que la mía y las de mi generación. Quizá os choque la historia.

Mi madre conoció a mi padre: Pío Avelino Ruiz Jiménez, que era de Puertollano, trabajaba en Almodóvar como juez municipal. Tenía mucha habilidad en su trabajo, para encauzar los juicios y conseguir la verdad. Era un hombre muy apreciado y valorado.

En una ocasión, unos amigos catalanes, que nos compraban a nosotros la lana; me dijeron a mí: “su padre es una excelente persona” e insistió : “cuando se lo diga a usted una persona que es un forastero, que no espera favor ninguno, créaselo, pues se lo dice con sinceridad.

Como os contaba, la boda de mis padres, siendo ella hija única…Contaba mi madre que les prepararon unas mesas preciosísimas, unos  manteles con unas blondas de medio metro, en las que se les adornó  con pequeños ramos de violeta y toda la mesa cuajada de bombones variados  y dulces artesanales, caseros, exquisitos. Todo de un buen gusto… Porque entonces, era costumbre que las novias se casasen en su propia casa.

En la planta de arriba de la casa de mis abuelos,  justo en el balcón  que está encima de la puerta principal; ahí en esa habitación le colocaron el altar; vinieron las Monjas Agustinas y se encargaron ellas de la ornamentación del altar; con el primor, el detalle, la exquisitez y el buen gusto que solo ellas, con esas manos divinas pueden tener. Trajeron la imagen de la Inmaculada desde el convento; que entonces estaba enfrente del jardín. En ese mismo altar, mi madre se casó por la noche, como era costumbre y otra novia, la hermana pequeña de mi padre; se había casado el mismo día  por la mañana.

P. ¿Cómo es eso de que dos cuñadas se casan el mismo día y a distinta hora?

R. La historia es de amor, de lealtad y sacrificio. Mi tía Felisa, hermana mayor de mi padre  (llevo su nombre por ella) murió de parto, ella y su hijito. Amaba profundamente a  su marido. En su lecho de muerte pidió a su hermana menor que se casase con su esposo. Mi tía, pequeña, con sólo dieciocho años, y siendo novia con otro médico, rompió el compromiso de noviazgo y cumplió la promesa hecha a su hermana; casándose con su cuñado. Pero como Él era viudo y en esa época a los viudos, al volverse a casar por segunda vez, los amigos les hacían las “cencerradas”; para evitarla, celebraron su ceremonia civil en Puertollano en la más estricta intimidad y secreto. Se vinieron a Almodóvar a casa de mi madre y se casaron por el Santo Sacramento del matrimonio en el altar que habían preparado para mis padres y fue sólo después de casarse ellos, cuando bajaron al banquete y comunicaron a los invitados, amigos y familiares, que estaban celebrando las dos bodas. Así eran las historias de entonces: de amor, lealtad y sacrificio.

P.- ¿Qué participación teníais las jóvenes de Almodóvar en la Iglesia?

R. Muchísima, muchísima. Mirad, teníamos  un coro estupendo, con unas voces preciosas. Destacaba Lali Martínez. Nos dirigió Fabián Ruiz, después continuó con la tarea el padre Gonzalo. Éramos muchísimas jóvenes en el coro.  Casi todas pertenecíamos a “Las hijas de Maria”. Con qué ilusión preparábamos el Altar, nuestras novenas. Siempre estábamos dispuestas cuando se nos necesitaba. Rivalizábamos con las mayores. Encargadas del Altar mayor, entre ellas mi Madre. Recuerdo una frase que le decía Maria Núñez a mi madre: “Vamos Doña Cecilia, que este año las hijas de María nos lo han puesto muy difícil”.

Y vuestro padre, siempre colaborando con nosotros. Siempre que se le llamaba para colaborar con la Iglesia, allí estaba. Le preguntábamos: “¿Este año como lo vamos a hacer?” y Pepe Rey se callaba, mientras nosotras le decíamos nerviosas y preocupadas: “Que no nos va a dar tiempo, las fechas que son y todo aún por preparar”. Se quedaba mirando un momento y en un instante nos daba la idea. “Así y así”. Cuánto valía ese hombre, era listo y luego era un artista  para todo.

Toda la parte de abajo del altar mayor, todo eso lo hizo vuestro padre. Recuerdo un año, que nos hizo vuestro padre poner el manto Real. Y una luz desde arriba que iluminaba la imagen de la Virgen. Todo el mundo que lo veía decía: Si parece el cielo, parece que la imagen está en el aire.

Yo empecé a ir a la Iglesia de la mano de mi madre, cuando ella murió, nos encargamos del Altar  Carmen Cobos y yo. Recuerdo con mucho cariño fue cuando cantó misa el Padre Salvador en Almodóvar del Campo el 12 –X- 1952. Fuimos sus padrinos mi marido y yo. José Lara y Felisa Ruiz.

P. las mujeres de tu generación  tuvisteis que renunciar a vuestra propia vocación, por el hecho de ser mujeres.  ¿En tu caso, a que renunciaste?

Mi gran ilusión fue, y sigue siéndolo hoy el haber podido estudiar una carrera. Me eduqué en las Monjas Agustinas. Qué recuerdos tan buenos tengo de ellas. Nos enseñaron: a ser madres, esposas, a tratar con respeto a los demás. Pero sobre todo a ser buenos cristianos.

Recuerdo, como si fuese hoy, las palabras de la Madre Josefa, a mis padres: “La niñas está muy bien preparada y vale para estudiar. Podría empezar una carrera.” A mi me hubiera hecho tan feliz. Pero para mis padres que una mujer estudiara y trabajara era como algo vergonzoso, algo malo. Para nada influyeron los sabios consejos de la Madre Josefa  que era una mujer inteligente y valiente. En su recuerdo lleva su nombre la calle donde estuvo, en tiempos el colegio de las Reverendas Madres Agustinas.

Tengo que decir que a pesar de no haber estudiado la carrera, no me siento frustrada ni triste en absoluto.

P.-¿ No has pensado editar tus recetas para que muchas más personas disfruten de  ese maravilloso don que posees?

R. El libro aún no está publicado. Mi hijo Pepe me dio una sorpresa. Publicando mis recetas en Internet.  Todas las personas que lo deseen, pueden encontrarlas. Con tan sólo teclear en el google: “recetas típicas manchegas” (enlace directo pinchando aquí ); aparece, recetas de Felisa Ruiz, Cecilia, su madre y amigas. Para todas las personas que les gusten y  disfruten cocinando y haciendo dulces.

Gracias a Felisa, muchas recuerdos y lecciones nos ha dado, entre ellos que libertad no es hacer siempre lo que queremos, sino lo que debemos.