Somos relojesCuántas veces no habremos sentido que un momento, un único momento bien podría durar eternamente. Una alegría, un feliz acontecimiento, una emoción…sin embargo, pasa fugaz, devolviéndonos a la realidad, a un acontecer dónde la vida no se detiene ni ante lo bueno ni, afortunadamente, ante lo malo.
Hace tiempo leí un cuento de Giovanni Papini titulado “El reloj parado a las siete”. Realmente me pareció encantador, no sólo por la forma en que estaba narrado sino también por lo reveladoras que pueden ser algunas cosas con sólo detenerse a observarlas. El autor decía así:

 “En una de las paredes de mi cuarto hay colgado un hermoso reloj antiguo que ya no funciona. Sus manecillas, detenidas desde casi siempre, señalan imperturbables la misma hora: las siete en punto.

Casi siempre, el reloj es sólo un inútil adorno sobre una blanquecina y vacía pared. Sin embargo, hay dos momentos en el día, dos fugaces instantes, en que el viejo reloj parece resurgir de sus cenizas como un ave fénix.

Cuando todos los relojes de la ciudad, en sus enloquecidos andares, y los cucús y los gongs de las máquinas hacen sonar siete veces su repetido canto, el viejo reloj de mi habitación parece cobrar vida. Dos veces al día, por la mañana y por la noche, el reloj se siente en completa armonía con el resto del mundo.

Si alguien mirara el reloj solamente en esos dos momentos, diría que funciona a la perfección… Pero, pasado ese instante, cuando los demás relojes callan su canto y las manecillas continúan su monótono camino, mi viejo reloj pierde su paso y permanece fiel a aquella hora que una vez detuvo su andar.

Y yo amo ese reloj. Y cuanto más hablo de él, más lo amo, porque cada vez siento que me parezco más a él.

También yo estoy detenido en un tiempo. También yo me siento clavado e inmóvil. También yo soy, de alguna manera, un adorno inútil en una pared vacía.

Pero disfruto también de fugaces momentos en que, misteriosamente, llega mi hora.

Durante ese tiempo siento que estoy vivo. Todo está claro y el mundo se vuelve maravilloso. Puedo crear, soñar, volar, decir y sentir más cosas en esos instantes que en todo el resto del tiempo. Estas conjunciones armónicas se dan y se repiten una y otra vez, como una secuencia inexorable.

La primera vez que lo sentí, traté de aferrarme a ese instante creyendo que podría hacerlo durar para siempre. Pero no fue así. Como mi amigo el reloj, también se me escapa el tiempo de los demás.

Pasados esos momentos, los demás relojes, que anidan en otros hombres, continúan su giro, y yo vuelvo a mi rutinaria muerte estática, a mi trabajo, a mis charlas de café, a mi aburrido andar, que acostumbro a llamar vida.

Pero sé que la vida es otra cosa.

Yo sé que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía del universo.

Casi todo el mundo, pobre, cree que vive. Sólo hay momentos de plenitud, y aquellos que no lo sepan e insistan en querer vivir para siempre, quedarán condenados al mundo del gris y repetitivo andar de la cotidianidad.

Por eso te amo reloj. Porque somos la misma cosa tú y yo."

No sé qué conclusiones personales sacará al leer este cuento, apreciado lector,  pero estoy segura de que, como a mí, le invitará a pensar en ese valor que tiene nuestra propia vida y los instantes que vivimos, siempre fugaces, a menudo intensos, y algunas veces desconcertantes, tanto que llegamos a sentir el péndulo de nuestro reloj interior totalmente descompasado; pero, permítame compartir mi propia reflexión con usted.

Ciertamente, somos como relojes y nuestros momentos vívidos efímeros, igual que las horas que vamos marcando, pero al mismo tiempo es alentador y estupendo, yo diría que la mejor cuerda para nuestro reloj interior es  mantener la expectativa y la esperanza de que aún ha de llegar otra hora, otro instante por vivir en el que se va a poder reír de nuevo en medio de lo cotidiano, en el que se va a poder resurgir para decir: ¡ Aquí sigo¡, ¡ Estoy vivo¡. Y vivir…vivir algo enternecedor, emocionante, sereno, pleno…

Pero sí. Nos corresponde ser conscientes de que nada puede retenerse eternamente y que aquello bueno que vivimos es bueno porque dura lo justo: el tiempo necesario para no convertirse también en rutina. Si aceptamos esto, puede que, eso que acostumbramos a llamar vida, sea un maravilloso reloj después de todo. Yo, al menos, creo que lo es así, aunque algunas veces parezca descompasado, ralentizado o parado.

Sólo nos paramos cuándo morimos pero, eso ha de suceder cuándo Dios quiera. Sólo cuándo Dios quiera. Mientras tanto,  así nos falte cuerda algunas veces,  a usted y a mí, nos corresponde seguir siendo relojes con horas por marcar y que dejar pasar. Horas dichosas, horas más serenas pero horas de vida y esperanza al fin y al cabo.

Y eso, es maravilloso, lo realmente maravilloso de ese imperturbable péndulo interior que se mueve cada segundo; que no se pare aún  y que con su tic tac nos siga marcando la vida, aquello por lo que siempre y a pesar de todo, merece la pena vivir.

Así pues, permítame una última cosa. Quiera a su reloj. Ámelo. No será de oro ni preciso como un reloj suizo, pero es el más valioso que tendrá. Se lo digo yo.