María, joyero vivo de la PalabraLa piedad cristiana ha dedicado, desde hace siglos, el mes de mayo-mes de las flores– a la Virgen, la “Toda Bella”. Sobre la devoción a la Virgen habría mucho que escribir y hablar.

El Concilio Vaticano II dijo: “Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción a la Virgen no consiste ni en un afecto estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos excitados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes”  (Constitución sobre la Iglesia n.67).

Todas las personas que  decimos sentir una devoción a la Virgen deberíamos preguntarnos, en la sinceridad del corazón y la conciencia, cómo es nuestro cariño a la Madre de Dios y de la Iglesia.

Se puede afirmar con la boca el amor a la Virgen sin tener frutos de buenas obras, sin concebir y dar a luz en la vida las palabras de  Cristo; esto es un afecto estéril. Y un cariño transitorio son los afectos a la Virgen que duran  un día,  una fiesta, una novena, y no queda para nada el resto de los días del año. Una devoción mariana es una vana credulidad, cuando es  algo vació de contenido, que se queda en la superficie, en la devoción a una imagen y no llega ni siquiera al cariño  humano y cristiano a la Virgen viva del cielo.

El Concilio  habla de una fe verdadera a Dios, de la que brota un amor de hijo hacia una Madre, que está  en los cielos, y que se traduce en virtudes cristianas parecidas a las de la Madre.

El evangelio de Lucas cuenta dos veces que “María guardaba cuidadosamente todas estas cosas y las meditaba en su corazón”

El corazón de María era un joyero donde guardaba con cuidado y esmero  el tesoro de las palabras de Dios y, desde la meditación  cálida de ellas, las llevaba a la vida personal. Maria fue un evangelio viviente.

¡Qué buen mes de María si  nos hiciera parecernos en el pensar, en el hablar y en el actuar, un poco más a la Madre de Dios y nuestra!

    Muy bien se ha dicho:

     “El reloj de la historia marca la hora en la que no se trata sólo de hablar de Cristo, sino de convertirse en Cristo, en el lugar de su presencia y de su palabra.”