El reloj de DiosJesús, en el Evangelio, me da un mensaje muy claro, debo pedir al Padre todo lo que necesite con la seguridad de ser escuchado: “Pedid y se os dará…”; luego, añade que el Padre se preocupa de dar de comer a los pájaros y viste a las flores del campo; y añade que, con mucha mayor razón, me atenderá a mí.

Yo acudo, entonces, al Padre y le elevo mi petición y encuentro como respuesta el silencio. Insisto y, de nuevo, no hay contestación por parte del Padre.

¿Qué sucede?

– Una cosa tengo clara, Jesús no quiere ni puede engañarme, tendré que buscar la solución por otro  camino, el de la fe.

Por la fe sé que Dios es Amor, que me ama de una forma infinita y desea lo mejor para mí con un matiz muy importante, lo que sea mejor para mi vida trascendente o la vida trascendente de la persona por quien le pido.

Un ejemplo me lo deja claro: una madre siempre escuchará a su hijo pequeño y buscará lo mejor para él; por eso le negará lo que para el niño parce apetecible, pero va contra su salud.

Pero yo soy adulto y puedo distinguir entre lo que  conviene o no, y aquí veo otra respuesta: el Padre y yo tenemos cada uno nuestro propio reloj, que marcan normalmente horas diferentes. El mío dice: “ahora”; el del Padre se para en “cuando y como convenga”. Y el reloj que marca la hora es el del Padre.

Pienso que, en este pequeño cuento, encontraré la solución.

En tiempos remotos existía un convento de clausura, presidido por una Priora ya anciana y llena de prudencia. Esta madre priora mantenía un secreto, tenía un cuaderno que ella llamaba “el reloj de Dios”; y en él estaba recogida respuesta a cualquier problema que se quisiera consultar.

En este cuaderno podía ver la solución y el momento en que ésta se presentaría, pero no podía comunicarlo de forma concreta. Aunque, a la vista de la respuesta allí escrita, podía ofrecer paz a la monja que fuese a consultar.

En el “reloj de Dios” constaba la hora en que cumpliría la petición, pues escucharla lo había sido al hacerla.

Ante semejante beneficio todas las monjas acudían a la priora con mucha frecuencia. Le presentaban su problema y esperaban ansiosas su respuesta.

El reloj de DiosLa madre abría el cajón de su mesa, sacaba el cuaderno ya un poco ajado por el uso, se calaba sus gafas, pasaba con parsimonia las hojas.

Al llegar a un determinado lugar, se detenía, leía atenta un ratito, cerraba el cuaderno, lo guardaba, echaba la llave y se disponía a dar el consejo que la hermana necesitaba.

Este ceremonial formaba parte de la consulta y posiblemente hubiese causado desilusión el que la madre priora se lo hubiera saltado.

A lo largo de los años fueron sucediéndose multitud de consultas. Traemos algunas por si pueden servir a alguien.

Normalmente solemos acordarnos de las monjas de clausura cuando necesitamos de sus oraciones, por lo que en sus conventos entran más las malas que las buenas noticias.

Las monjas lo tienen asumido, aunque se apuntan también muy contentas a las buenas.

Una hermana joven le presentaba el problema que para ella era ver a su hermana gravemente enferma de leucemia, casada, con tres hijos pequeños a los que sacar adelante.

Persona religiosa y con buena formación cristiana parecería que era la menos indicada para que Dios permitiera le sucediera tal cosa.

Esa era la pregunta que le planteaban su madre y su cuñado, profundamente angustiados, y a los que ella tendría que contestar desde unas razones que les sirvieran en aquella situación.

La Madre abría su cajón, sacaba su cuaderno, buscaba la página correspondiente, leía un ratito, meditaba la respuesta y le comentaba a su hija que Dios es el Amor, un Amor a veces extraño e incomprensible.

Pero ella había visto en el «reloj de Dios» que el problema tendría un final positivo para todos, desde la trascendencia.

Mientras la hermana y su familia necesitaban verlo así, convenía que meditasen cómo Dios Padre no había escuchado a su Hijo Unigénito, que clamaba a Él, en la oración en el huerto, desde el más profundo dolor, «que si era posible pasase de él la copa de amargura que le ofrecía».

Jesús sudaba sangre, pero siempre terminaba su petición con la frase: «pero no se haga lo que yo quiero, sino tu Voluntad».

Desde ese momento la Pasión para Él se había convertido en un dar la vida por la Redención de la humanidad, en un puro acto de Amor.

El reloj de DiosOtra hermana le enseñó  llorando una carta, en la que le comunicaban el suicidio de un pariente próximo. ¿Cómo podía ella consolar a su familia, cuando no podía hacerlo parar ella?

Pues, bien vuelta a leer el “reloj de Dios”. Allí había una respuesta válida: nadie y menos la Iglesia se habían atrevido a condenar a Judas, el amigo del Señor, con el que había convivido tres años.

Judas, dueño de la bolsa, escuchando día a día la Palabra de Jesús y conviviendo con Él y los apóstoles, le había vendido por treinta monedas de plata y, después, desesperado, se había ahorcado.

Si así se juzgaba a Judas, con el derecho a la duda, ¿quién se atrevería a juzgar con más dureza a un pobre joven pariente de la hermana religiosa? Nadie podría penetrar en su interior y juzgar su grado de responsabilidad en aquel acto. Además de desconocer por completo si en ese momento había tenido un arrepentimiento sincero. Sólo quedaba una solución: rezar mucho por su alma.

Otra hermana más veterana venía a contar a su priora que llevaba un tiempo inmersa en la “noche oscura del alma”, sin que aquello tuviera visos de mejorar, sino todo lo contrario. ¿Habría en el “reloj de Dios” una respuesta a su situación? Y, sobre todo, ¿cuánto iba a durar aquello?

La madre, como siempre, abría el cuaderno, meditaba un rato y respondía: Sin duda, la criatura que había encontrado un mayor Amor del Padre, era María. Ella tuvo momentos oscuros en su vida, pero había encontrado la solución guardando en su corazón lo que no entendía. Este es el camino más seguro hacia la santidad: aceptar la Voluntad de Dios y fiarse de Él.

Pasaron unos años y la madre Priora entregó su alma a Dios y las monjas eligieron una sustituta.

Esta nueva Priora se encerró en su celda, cogió la llave de la mesa, abrió el cajón y sacó el famoso cuaderno. Lo abrió con curiosidad y vio, asombrada, que tenía las hojas en blanco. Pasó bastantes hojas y encontró una escrita, la letra era grande y clara, se podía leer con facilidad. La frase escrita decía así:

“HAY QUE SABER ESPERAR TODO DEL INFINITO AMOR DE DIOS Y SIEMPRE CUMPLIR SU VOLUNTAD”.

La nueva Priora cerró el cuaderno, lo guardó en el cajón, echó la llave y convocó a capítulo a las hermanas para comunicarles que había sido designada por la anterior priora como heredera del “reloj de Dios” y que éste seguía funcionando.