La elecciónEn la vida, cuando nos encontramos ante la elección más importante de nuestra vida y pensamos por qué camino deseamos que transcurra nuestro marchar día a día, hacia el Padre o hacia nuestro caprichos, vemos que tenemos que inclinarnos por Jesús, como Camino hacia el Padre.

Somos conscientes de la obligación de «amar a Dios sobre todas las cosas«. Si así lo cumplimos, no hacemos otra cosa que un acto de pura justicia, porque Dios nos ha amado primero y, gracias a ese Amor, que nos regala sin límites, podemos devolverle nuestro amor.

Es importante entender que ese «amar a Dios sobre todas las cosas» tiene que ser una realidad que se traduzca en hechos. Jesús nos dice: «No el que dice ¡Señor, Señor! Se salvará, sino el que cumple la voluntad de mi Padre«.

Podemos preguntarnos «cómo hacerlo». Una buena fórmula sería aplicar nuestro amor a Dios a «amar al prójimo como a nosotros mismos«. Este es el segundo mandamiento en importancia y similar a al primero: «amar a Dios sobre todas las cosas«. Será la fórmula más frecuente de hacer realidad el amor a Dios. Así nos lo dice la primera carta de S. Juan 4,20: «Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve«.

Podemos sentir la tentación de preguntar a Jesús: ¿Cómo quieres que ame a este prójimo concreto al que veo y que sé que no se lo merece? A primera vista parece una razón convincente a nivel humano, pero nuestra razón debe basarse en la trascendencia, y la respuesta la encontramos en un pasaje de San Mateo en el que se trata del juicio final. En él se dice que Jesús nos llamará benditos o malditos de mi Padre porque «tuve sed y me diste o no me diste de beber; tuve hambre y me diste o no me diste de comer; estaba desnudo y me vestiste o no me vestiste…

Cuando le preguntemos cuándo sucedió eso, nos dirá: cuando lo hiciste o no lo hiciste con tu prójimo, a mí me lo hiciste o no lo hiciste.

Está claro que nuestro prójimo es siempre Jesús.

El camino de nuestra salvación lo tenemos en la Biblia.

Rezamos con frecuencia el «Padre nuestro» tal como nos lo presenta Jesús en el Evangelio. En él decimos: «hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo!

Habrá, pues, que aceptar la voluntad del Padre. Siempre sabremos cuál es, normalmente la que menos nos apetezca humanamente.

La elecciónPor ejemplo, en la Residencia en que me encuentro: compartir mi vida con los demás, ayudar al que lo necesita, escuchar mucho y hablar menos. Casi siempre son pequeñas cosas, pero frecuentes; son muchos pocos, que exigen constancia. Es hacer lo que «debo» y no lo que «quiero».

Podemos considerar la elección como echar un pulso a Dios. En mi mano está «lo que quiero», en la mano de Dios «lo que debo».

Si miro el pulso con ojos humanos tendré clatro que Dios, infinitamente poderoso, va a derrotarme sin esfuerzo; pero lo miro desde la trascendencia y todo cambia, no hace falta que eche el pulso, lo tengo ganado para que triunfe el Padre y esto es lo más sensato, tendré que tirar de su mano para que sea Él el ganador; es decirle con hechos: «hágase tu voluntad y no la mía«.

También en la Biblia tenemos ejemplos de elecciones positivas y negativas. La primera negativa afectó a toda la humanidad: Adán y Eva, su pecado les lleva a la expulsión del paraíso y el nacer todos con el pecado original.

Hay elecciones positivas como Abrahán cuando Dios le pide:

«Sal de tu tierra, de tus padres, de tu parentela en busca de otra tierra que mana leche y miel«; Abrahán no dudó y obedece.

Tampoco duda cuando le pide que le ofrezca en sacrificio a su hijo único. Abrahán es premiado por Dios con generosidad.

María acepta ser Madre del Mesías cuando comprueba que esa es la voluntad del Padre, se declara su esclava y vive pendiente del menor deseo de Dios; es Inmaculada desde su Concepción y es elevada a los cielos en cuerpo y alma, porque ha elegido hacer los que el Padre desea.

Jesús cumple plenamente la voluntad del Padre y así lo podemos ver en la oración del huerto, cuando ante la copa de amargura, pide que, si es posible, pase de él esa copa, pero añade que se haga la voluntad del Padre.

Al principio de la Eucaristía rezamos el «yo pecador»; en él reconocemos nuestros pecados de «pensamiento, palabra, obra y omisión«.

El Papa Pio XII decía que el demonio había conseguido que se perdiese el sentido del pecado.

Lo cierto es que el pecado existe. Creo que el pecado que se nos pasa más desapercibido es el de «omisión»: lo que hemos dejado de hacer en nuestra relación con Dios y con los demás. Posiblemente este pecado sea el más numeroso.

Si entramos dentro de nosotros y nos encontramos ante el Padre, en nuestro juicio personal, es posible que sintamos que tenemos las manos vacías.

Al menos es mi primera impresión.

La elecciónRecuerdo que, en una ocasión, volvía de Alcalá de Henares a Madrid, en un vagón del tren en el que yo era el único pasajero.

De pronto, me encontré amenazado por una navaja de grandes dimensiones, manejada por un chico en el que se veía el efecto de las drogas. Me pedía de forma muy violenta la cartera.

Estuve a punto de enfrentarme a él, pero el Espíritu Santo me inspiró lo más adecuado. Me vi ante el Padre con las manos vacías; así que preferí ser un cobarde vivo que un héroe muerto, y le di la cartera.

Posteriormente me di cuenta que había acertado, había perdido unos euros y la documentación, pero sigo vivo, con unos euros y la documentación nueva.

Esta elección, que hice, ante la posibilidad de encontrarme con el Padre por una eternidad es, sin duda, la más importante de mi vida.

Y para todos, la única que vale la pena, la podemos tomar desde el principio de nuestra existencia hasta el último segundo.

En la parábola de los viñadores, la encontramos reflejada. El dueño de la viña va contratando trabajadores a lo largo de la jornada y a todos les da el precio acordado con los primeros, un denario. Se debería tratar de una cantidad generosas, pues no se produce ninguna protesta.

Sólo, al final, cuando el dueño de la viña empieza a pagar su denario a los últimos, los primeros se encuentran estafados.

El amo les hace ver que les ha pagado lo acordado y con su dinero puede hacer lo que quiera.

Si miramos el denario como el símbolo del pago que el Padre nos da cada uno, veremos que vendrá medido por la cantidad de amor que hayamos acumulado a lo largo de nuestra vida.

Dios nos da su Amor (el «denario») sin medida y, por tanto, tendremos lo que seamos capaces de recibir.

En cuanto a ser llamados al «principio» o «al final», yo, personalmente, me alegro de haber sido llamado desde la primera hora; lo que ya no veo tan claro es cómo me he ganado el salario.

El buen ladrón, Dimas, recibe la llamada a última hora, pero responde lleno de amor. La pecadora se encuentra con Jesús en la hora intermedia, pero se le perdona mucho, porque ha amado mucho.

Por tanto: sepamos «elegir» bien en nuestra vida.