Es bueno que en este «Año de la Fe» nos acerquemos a los testigos más significativos del cristianismo. Son como una fuente de agua fresca en el estío de la vida.
Sí, se llama Isabel, una mística francesa de nuestros tiempos (1880-1906). Escribió a su hermana Guita sus impresiones después de unos Ejercicios Espirituales. Estas páginas llevan el título: «El cielo en la fe».
Son un mosaico de citas bíblicas y autores espirituales.
Son pocas páginas para que el lector moderno no se fatigue.
Un detalle que merece la pena conocer es que este mensaje está dirigido a su hermana, una joven madre, ocupada por entero en las tareas de su hogar:
«La fe es la que nos da a Dios, aún en esta vida, encubierta, es verdad, en el velo en que lo oculta; pero es el mismo Dios».
«Es la fe la que derrama a raudales en el fondo de nosotros los bienes espirituales».
En este corto escrito, Isabel va a proclamar y transmitir su experiencia religiosa más profunda: un Dios que es Amor y solo Amor. Y su gran secreto: vivir en compañía de Dios que mora dentro de nosotros.
«¡Dichosos los ojos del alma que con la luz de la fe viva y profunda puede estar presente a la llegada del Maestro a su santuario íntimo».
Este es su Evangelio y su Vida. Los escritos de esta joven mística nos transmiten que el Dios al que se ha entregado es gozo, alegría plena, la experiencia más sabrosa que puede hacer una persona en la aventura de la vida. Y quiere que su hermana, con la que estaba muy unida, participe de esta experiencia tan rica.
El recorrido empezó en su hogar. El Carmelo va a ser el espacio y el tiempo en el que el Dios del Amor se entregó por completo. Porque creyó y se abandonó a Él.
«¡Qué bueno es Dios! No encuentro palabras para decir mi felicidad; cada día lo aprecio más. Aquí no hay más que Él solo».