Cuando en la vida se atraviesan momentos verdaderamente complicados, de esos en los que pareciera que la propia inercia apenas nos deja margen para decidir otras direcciones posibles por las que seguir y de alguna manera también pareciera que es demasiado el esfuerzo y poco gratificante el resultado, nos aparece esa pregunta martilleante y al tiempo incierta de ¿ realmente, me merece la pena?.
Y casi siempre, por no decir siempre, solemos respondernos con un simple : «no lo sé»; porque, en realidad, no lo sabemos, no al menos con absoluta certeza, pues la vida es una continua balanza en la que los platillos difícilmente logran mantenerse en equilibrio, oscilan en función de todas esas variables que nos sobrevienen un día por una cosa, al día siguiente por otra, hasta el punto de subir y bajar hasta casi producirnos vértigo.
Pero, en realidad, ¿en qué nivel, o sobre qué medida partir para que algo realmente merezca la pena?, y quizá lo más importante, ¿en base a qué?, ¿a lo sentimental?, ¿a lo material?, ¿ a lo humano?…
Las medidas cuando se trata de algo tan intangible como la voluntad y el esfuerzo humano, realmente pienso que no existen. Llega a ser tan infinita como la propia capacidad humana, pero sí se establecen por el contrario unos mínimos soportables en cada persona, eso que hacemos en llamar «tocar fondo», un suelo que se nos antoja farragoso y muy insalubre para nuestra autoestima y en el que por pura supervivencia no se desea estar por mucho tiempo.
Aquello que nos daña, lógicamente no merece la pena.
Aquello que nos va hundiendo poco a poco hacía una profundidad insondable, evidentemente tampoco no merece la pena. Aquello que nos obliga a soportar un peso sobre nuestras espaldas al límite de nuestras fuerzas, a corto y largo plazo ni siquiera debiera merecer la pena; pero todo ello finalmente depende de la responsabilidad que cada uno asume en la vida y sobre qué o quienes ejerce su responsabilidad.
Cuando no se está sólo y dependen de ti otras vidas como la de los hijos, padres, hermanos, pareja…la de toda una familia, decidir si algo merece la pena o no lleva consigo una serie de pros y contras que deben mostrarse con absoluta clarividencia para que se pueda sopesar y obrar en consecuencia.
No ayudan desde luego estos tiempos que vivimos. Nos hemos aferrado tanto a lo material, nos hemos creado tantas fatuas necesidades, nos hemos creído tanto que todos tenemos que tener lo mismo, la tan mal interpretada igualdad social, que nos pasamos media vida trabajando para mantenernos en determinados listones al tiempo que nos metemos en una espiral de insatisfacciones.
Reconozco que yo misma me cuestiono continuamente si merece la pena forzar tanto mi estabilidad física y emocional para mantenerme en esta vorágine de vida que al igual que yo vive otra mucha gente. Una vorágine donde trabajas para ganar hoy lo que vas a verte obligado a gastar mañana o dicho de otro modo: la sensación agridulce de llenar una bolsa con satisfacción para luego vaciarla con pesadumbre.
Cada vez que recabo en esta conclusión, me viene a la mente la famosa leyenda mitológica de Sísifo, rey fundador de Corinto de gran astucia, pero duramente castigado por los dioses por valerse de ella con el mismísimo Zeus.
Tras su muerte fue condenado en el infierno a subir una enorme piedra desde la base de una montaña hasta la cúspide, para luego volver a caer debido a una fuerza invisible que volvía a empujar la piedra hasta la base y así comenzar de nuevo la escalada una vez tras otra.
Esta situación repetitiva o lo que se hace en llamar un eterno retorno en el mito de Sísifo, es lo que muchas veces experimento en mi vida y como yo mucha gente.
No puedo dar respuesta a la gran pregunta con la que iniciaba esta reflexión, su complejidad viene determinada por tantas y tantas circunstancias diversas, que difícilmente otros nos pueden contestar a partir de lo que cada uno de nosotros vivimos y sentimos.
Lo que sí puedo en cambio afirmar es que todo merece la pena si en el camino ves amor. Es lo que definitivamente hace girar al mundo. Por amor, con amor y para el amor, todo absolutamente todo merece la pena. Esto y no otra cosa es lo que salva a este mundo de sus inconmensurables exigencias y, por qué no decirlo también, de sus inexplicables incongruencias.