«Un niño nacido entre turrones»
De niña, acostumbraba a pasar las navidades en casa de mi abuela. Contaba los días de colegio que me faltaban para que llegara ese 24 de diciembre en el que por la tarde llegaba con mis padres a su casa para pasar la noche y el día siguiente de Navidad.
Tocaba el timbre de la puerta con el dedo durante unos segundos pegado al llamador para que supiera que éramos nosotros.
Era como nuestro santo y seña, y ella, presurosa se la oía venir por el pasillo como quien se dispone a dejar entrar la alegría a su casa.
Sin embargo, para mí la alegría era ella, ella y únicamente ella porque, era verla, y la Navidad comenzaba a ser un todo; la suavidad de su cara estrechándome contra ella para recibir sus besos, el calor de una casa modesta que olía a asado en el horno, una habitación con una cama grande dónde compartiría mi sueño con ella, y…su voz, siempre serena a la par que jubilosa, a la que escuchaba cantar, parlotear, reír…
Días antes, mi abuela acostumbraba a poner un pequeño arbolito de Navidad cargado de adornos igualmente pequeños para que, cuando llegáramos, yo me entretuviera en descubrirlos entre el espumillón; una minúscula bota de papa Noel, un reno de cornamenta algo desproporcionada, unas bolas brillantes de purpurina roja, unas campanillas y algún que otro muñequito de nieve…y, cómo no, las lucecillas que se encendían y apagan intermitentemente.
Durante unos cuantos años, aquellos pequeños adornos provocaron en mí el divertido juego de descubrirlos uno a uno, y a ella le divertía igualmente jugar conmigo a ese juego, porque cada año había alguno nuevo que había que descubrir.
Pero hubo un año en el que fue realmente especial ese juego. Si no recuerdo mal tenía ocho años. Esa Nochebuena, mi abuela me llevó junto al árbol y me dijo:
– A ver qué encuentras este año…fíjate bien.
Yo recuerdo que la miré ilusionada y le pregunté si me había puesto alguna figurilla de chocolate, porque sabía que me encantaba el chocolate, algún huevo de pascua o algo así, pero no. Con un brillo vivaracho en sus ojillos siempre tiernos me volvió a decir:
– Tú busca bien, anda, golosa que eres una golosa…
Y eso hice; buscar. Miré arriba en la picota del árbol, la misma estrellita dorada, me dije, las bolas de siempre brillando al ritmo que marcaban las luces, campanillas también doradas, espumillón aquí y allá verde, oro, plata, azul…hasta que, en una de las más recónditas ramitas del árbol, semi oculta entre las fibrillas verdes y justo detrás del reno de prominentes cuernos, lo encontré.
Se trataba de un angelito que parecía mirarme con su carita diminuta y sonrosada.
Aquella figura, efectivamente era nueva, no había estado el año anterior, ni el otro…no recordaba haberla visto nunca. Era más grande que el resto de adornos y lucía un bonito vestido amarillo oro del que le nacían dos bonitas alas blancas.
-¿Y este ángel, abuela? Es muy bonito, pero no pega en el árbol, le dije. Es más grande que los demás adornos y está a punto de caerse…
Cuando somos niños acostumbramos a decir las cosas sin pensar, lo que se nos viene en ese momento al pensamiento con total ingenuidad.
Hoy en el recuerdo, pienso que mi espontaneidad pudo turbar la ilusión de mi abuela, pero ella no dijo nada.
Simplemente se limitó a cogerlo del árbol y con ese tono de voz que los abuelos suelen poner cuando quieren contarte algo importante me dijo:
-¿Sabes qué ángel es?
– Uno muy importante. El que anunció a la virgen María que tendría un hijo al que pondría de nombre Jesús y que sería el Hijo de Dios en la tierra.
Y sabrás también, que ese mismo ángel anunció a los pastores que Jesús había nacido y todos fueron a verlo al pesebre junto a sus padres José y María, ¿verdad?, siguió diciéndome como si yo no lo supiera.
Pero hay veces que cuando se es niño y se creen saber ciertas cosas, podemos ser algo insolentes.
Ay, abuela, pues claro que lo sé, qué cosas me cuentas, le repliqué como una niña sabionda.
Sin embargo ella, lejos de contrariarse por mi actitud resabiada, me puso el ángel en la mano y me llevó de la otra mano a la pequeña mesita camilla dónde ponía el nacimiento.
En esa mesita siempre, años tras año, había visto el misterio escrupulosamente colocado con las figuras de siempre; la mulilla y el buey junto a los pies del niño Jesús, La Virgen María y San José al lado de la cunita y los tres reyes magos postrados, pero ese año, nunca se me olvidará, todo estaba distinto.
Las figuras no eran las mismas, eran más grandes y aún más bonitas, con caras más expresivas, con telas en los ropajes de colores muy elegantes, nada que ver con las figurillas de plástico de años anteriores.
Pero había algo más que también lo hacía diferente: faltaba el Niño Jesús.
Mi abuela, sin soltarme de la mano, se quedó callada y quieta junto a la mesita camilla. Recuerdo que noté por el rabillo del ojo que me miraba e imaginé que quería jugar conmigo a un juego que aún no alcanzaba a comprender.
¿Qué pasa?, me preguntó. ¿ No te gusta el nuevo nacimiento?.
Abuela…¡ falta el niño Jesús ¡ ¿ Dónde está?, ¿ Por qué no lo has puesto?, y¿ el ángel… dónde lo pongo?
Y acto seguido, sin esperar siquiera respuesta, me lancé a ponerlo en algún espacio de ese nacimiento, pero mi abuela me detuvo. No, espera, me dijo. Has dicho que falta algo verdad?…me preguntó con cierta picardía.
¡Toma claro!, le dije. Falta el NIÑO JESÚS, ya te lo he dicho antes, además es lo más importante abuela, le repliqué.
Habíamos llegado al punto que quería mi juguetona abuela, y ella viéndome algo ofuscada con la situación, por aquellos días estaba en esa etapa de la infancia donde las mínimas contrariedades se convertían en momentáneos enfados, me dijo:
Vamos a hacer una cosa. Vamos a dejar el ángel al pie del árbol de Navidad hasta las doce de la noche.
¿Y eso por qué, abuela? ¿Por qué hasta las doce de la noche? Bueno, ya lo sabrás a su debido tiempo. Tú hazme caso y déjalo allí hasta esa hora.
Mi abuela era una mujer que derrochaba ilusión en Navidad, cada detalle era importante. Sabía lo que nos gustaba a cada cual y procuraba darnos en el gusto. Compraba turrones, peladillas, licores…y si bien era verdad que en lo que concernía a adornar la casa con los típicos detalles navideños, incluido el nacimiento, había sido siempre muy tradicional, no poner el NIÑO JESÚS me parecía tan extraño que pasé toda la cena de Nochebuena deseando que llegaran las doce para desvelar ese secreto que parecía guardar la figura del ángel.
Pero mi abuela aún quiso dar otro tinte misterioso a la noche desbordando totalmente mi curiosidad y extrañeza. No quiso sacar los turrones a la mesa hasta pasadas también las doce de la noche.
Jo, abuela, estás de lo más rara este año, le dije toda enfurruñada.
Pero ella tenía bien planificado todo y nada le iba a impedir seguir el rigor que ella misma había establecido en esa Nochebuena.
Yo veía que se reía traviesa y nos tarareaba un villancico que repitió y repitió como si fuera una retahíla: – ande, ande, ande…la marimorena, ande, ande, ande que hoy es Nochebuena…, así hasta que por fin, a las doce y un minuto, le dije:
Bueno abuela, ¡ya!….ya son las doce, así que voy a por el angelito y tú ve sacando los turrones.
Se levantó de la mesa, pero, en lugar de ir a por los turrones, se vino conmigo corriendo hasta el pie del arbolito donde habíamos dejado la figura esperándonos.
Lo cogí nerviosa, tanto que casi se me cae de las manos. A mi abuela le hacía aún más gracia mi zozobra.
Tranquila, no te pongas nerviosa. Busca entre la ropa del ángel.
Y entre aquel dorado raso que cubría la figura, encontré un papelito cuidadosamente doblado y pegado.
¡Un papel!, dije presa de la excitación.
Sí. Sí…léelo, ¡ venga ¡.
No leía por aquellos días aun con demasiada rapidez pero me esforcé por leerlo bien.
Soy el Arcángel Gabriel y os anuncio una buena nueva: Os ha nacido un Niño de nombre Jesús, hijo de Dios y que ha venido para salvar a los hombres. Buscadlo allí donde se encuentre y adorarlo.
Miré a mi abuela entre incrédula y sorprendida sin saber qué hacer ni mucho menos dónde buscar como mandaba ese papel.
¿Qué era lo que faltaba en el nacimiento?, me volvió a preguntar.
El Niño Jesús, volví yo a decirle.
Y, después de la cena, ¿Qué era lo que faltaba?, siguió preguntando.
Los turrones, repliqué enseguida.
Bien, entonces…ve a buscarlos ¡ corre!.
Lo siguiente que descubrí fue el lugar donde mi abuela, había decidido que naciera nuestro Niño Jesús particular que también era diferente y mucho más bonito ese año.
Corriendo llegué hasta el armario donde se guardaba el turrón y los dulces.
Abrí la puerta y enseguida, entre los polvorones, los mazapanes y mi siempre apetecible turrón de chocolate, apareció tumbado y sonrosado EL NIÑO JESÚS.
Quizá no fuera el sitio idóneo según la tradición, pero mi abuela era de esas mujeres que ponía el sentimiento en todo lo que hacía y sabía muy bien que para mí una Navidad sin dulces, no era Navidad, y en qué mejor lugar podía nacer esa noche Jesús para mí que entre turrones.
Pero, ya se sabe lo que se dice; una cosa es el lugar donde se nace y otra…donde se pace, así pues, hicimos lo que era de rigor hacer; llevar a nuestro NIÑO JESÚS a pacer a ese espacio que yo había visto vacío unas horas antes en el nacimiento.
Y allí lo pusimos, con sus piececillos rozando los hociquitos del buey y la mula y custodiado por JOSÉ, MARÍA, los TRES REYES MAGOS y aquel hermoso ángel que si bien en el árbol me quejé de que no fuera su sitio, en aquel misterio sobre la mesa camilla de la casa de mi abuela fue el que finalmente dio sentido al sentimiento auténtico de la NAVIDAD ese año.
Han sido ya unos cuantos los años transcurridos de esta historia, con sus inevitables cambios y ausencias, pero todas las navidades desde entonces, el niño Jesús en mi casa nace entre turrones y los comemos a partir de las doce de la noche, justo después de colocarlo en su lugar en nuestro nacimiento.
Una tradición, tal vez un sentimiento, o ambas cosas a un tiempo pero, así y no de otra manera es mi Navidad, la Navidad que mi abuela con tanto amor me mostró hasta que nos dejó.