Lo primero que puedo plantearme es si Dios tiene rostro y, si lo tiene, dónde puedo encontrarlo.
La respuesta me la da Jesús en «el juicio final». Será muy claro, cuando me felicite o eche en cara, de acuerdo a cómo traté al prójimo: porque le di de comer o beber; le visité estando enfermo o en la cárcel; lo vestí cuando le vi desnudo. O, por el contrario, no lo hice. En todo caso a Él se lo he hecho o he dejado de hacer.
He aquí los mil rostros de Dios, con los que se me ha presentado a la largo de la vida; muchas veces sin enterarme.
Es importante plantearse dónde encontrar el rostro de Dios.
Cada cual podrá contestarse a esta pregunta.
A mí se me presenta en dos respuestas distintas, que definiría como «donde me apetece» o «donde debo«. «Donde debo» está por delante de «donde me apetece«. Podría añadir una tercera: «donde sueño«.
«Donde sueño»:
Todos estamos llamados a la santidad; no es éste un concepto fuera de nuestro alcance; si lo fuera, el Espíritu Santo no lo hubiera impreso en nuestro corazón. Sólo consiste en cumplir la voluntad del Padre, con la ventaja de poder volver al buen camino a través de un sacerdote.
Puedo «soñar» en ser santo haciendo grandes obras de misericordia o ayudando a la gente del tercer mundo, sin moverme de la silla; «si yo estuviera«…
La imaginación trabaja por libre y ofrece soluciones para todo. Pero Jesús dejó claro que: «no el que dice: ¡Señor, Señor!, se salvará; sino el que cumple la voluntad de su Padre».
«Donde me apetece»:
Indudablemente es más real que el mero «soñar».
Puedo dedicar mi esfuerzo hacia lo exterior: Caritas, dar catequesis, visitar enfermos, pertenecer a una cofradía, quemar mi tiempo en favor de los demás… y nadie podrá decir que hago mal.
Este «donde me apetece» va íntimamente unido a «donde debo» y dependerá totalmente de él. Si atiendo a mi familia, a mi trabajo, a lo que tengo que hacer…, en la cantidad que corresponde, indudablemente lo que «me apetece» es logro realmente bueno y complementario.
Si dejo a mi familia, porque es una carga, o porque conviene escuchar y compartir un tiempo que no me apetece, no estaré obrando bien. Estoy cambiando la obligación por la devoción.
Cuando se presenta esta doble postura de «donde me apetece» y «donde debo«, es bueno que me pregunte dónde está realmente el «rostro de Dios», y me sale sin posibilidad de duda, que es «donde debo«.
Si me centro en Jesús, como hombre, y me pregunto cómo busca el rostro de Dios, «el rostro del Padre», me sale que cumpliendo permanentemente su voluntad; así lo veo a través de diferentes pasajes del Evangelio.
A los doce años, se quedó en el templo, mientras sus padres lo buscaban angustiados durante tres días. Cuando María le hace ver esta situación, la respuesta de Jesús es: «debo atender a las cosas de mi Padre«. La Virgen María «lo guarda en su corazón«.
Después de la última Cena, Jesús se retira al huerto de los olivos y allí, durante varias horas, pide al Padre que, si es posible, pase de él esa copa de amargura, pero que no se haga lo que él quiere, sino la Voluntad del Padre.
Desconocemos la mayor parte de la vida de Jesús; pero indudablemente en ese tiempo vio el «rostro de Dios«, a través de su trabajo, sus relaciones familiares con José y María, así como con sus vecinos de Nazaret.
Jesús, en la vida pública, veía el «rostro de Dios» en las personas con quien trataba, cuando curaba, cuando expulsaba demonios, en la mujer adúltera, a la que salva de ser lapidada, al no estar nadie libre de pecado para lanzar la primera piedra.
En Zaqueo, cuando recibe a Jesús en sus casa y se compromete a regalar a los pobres la mitad de sus bienes y a restituir cuatro veces la haya estafado.
En la Cruz, viendo a todos las personas, cuando pide al Padre que nos perdone, porque no sabemos lo que hacemos.
De la Virgen María sabemos poco y, sin embargo, como Jesús, tuvo que ver «el rostro de Dios» cumpliendo la voluntad del Padre.
Indudablemente lo vería cada vez que mirase a su Hijo.
María «está llena de gracia y el Señor está con ella«.
Acepta ser Madre del Mesías cuando al arcángel San Gabriel le hace ver que esa es la voluntad del Padre.
En su vida no consta ningún milagro, sólo consigue del Hijo el primero en las bodas de Caná. María nos ve como a Jesús, cuando nos recibe como hijos al pié de la Cruz.
Recuerdo que, en un cursillo de Cristiandad en Ceuta, charlaba yo con un soldado un poco mayor, estudiaba sexto de medicina y quería ser ginecólogo. Tenía problemas y le costaba ir a ver al sacerdote y así arreglar sus problemas con el Padre.
Pasé mucho tiempo con él; y en un momento concreto, cuando se acababa el tiempo de recreo, según íbamos hacia la sala de charlas, le dije, recalcándolo mucho: Mira, ten muy claro que, cuando a tu consulta llegue una pobre, sucia, despeinada…, a la que no te apetezca atender, estarás haciéndolo a la Virgen.
Hasta ahí me dio el tiempo y nos separamos.
Charló con el sacerdote y vino a verme; estaba sonriente, tranquilo, muy alegre y convencido me dijo: «Tiene razón, es la Virgen». Y se fue. Curiosamente, en ese momento, fuimos dos los que estábamos de acuerdo con aquella verdad.
En la Residencia, en que me encuentro, es un lugar en el que permanentemente tropiezo con el «rostro de Dios.» Confieso que tengo la impresión que me doy cuenta pocas veces.
Sí es cierto que procuro ayudar y que no se nota esa impresión.
Soy consciente de que el Espíritu Santo me ha regalado el don precioso de «poder ayudar».
Soy un gran afortunado; indudablemente en la Residencia tengo muchas ocasiones de comprobarlo, más que fuera de ella.
Hay gente que necesita ayuda y espera pacientemente a que ese la preste.
Me dan las gracias y siempre les digo que el que da gracias a Dios soy yo que puedo.
Ahí estoy viendo el «rostro de Dios».