Hoy voy a comenzar con una leyenda guaraní, que como buena leyenda, nos deja una enseñanza moral sobre la que hacer un autoexamen interior de nuestras conductas.
Esta es la canción tradicional cuya letra recoge dicha leyenda:
«Amigos y camaradas que me quieren escuchar, voy a contar el suceso que le aconteció al Carau.
Estando la madre enferma, remedio salió a buscar. Carau encontró un bailecito y no pudo aguantar. Allí quedó bailando, bailando todito el día la polka con la damita mejor, mientras al oído le decía que no desprecie su amor.
Allá por la noche, en lo mejor de la fiesta, un amigo que llegaba muy triste le supo hablar: dispense amigo Carau, no vaya a bailar más, te traigo noticia que murió tu madre.
Triste se puso, pero a su amigo dijo: no importa mi buen amigo, el baile no he de dejar, sigue tocando la polka, hay tiempo para llorar.
Y allá por la madrugada, a su dama le interroga: ya mucho te quise, ¿dónde queda tu casa?. La dama le contestó: mi casa queda lejos, si quieres ir a visitarme vele primero a su madre.
Al oír estas palabras, Carau se arrepintió y se fue diciendo: » mi madre ya murió». Ahora ya me voy y allí me pondré a vivir por luto entero»
Cuenta también la leyenda, que el dios Tupá castigó a Carau convirtiéndole en el pájaro chillón y zancudo que lleva su nombre, y a la joven guaraní que le encandiló en el baile y le hizo olvidar sus deberes con su madre enferma, en una » pollona», otra ave zancuda igual que el Carau y que habita en los esteros y lagunas de Paraguay, de ahí que la coplilla termine diciendo: «el Carau y la Pollona son dos bichos de agua, cuando Carau se lamenta, la Pollona lo consuela.»
A quién no le gusta la fiesta y divertirse. Son momentos dulces de la vida que nos evaden de las responsabilidades, incluso de la rutina, pero son eso, momentos efímeros que dan su aliciente a nuestra vida pero no una razón de ser ni existencial, pues la felicidad no reside en los momentos que nos hacen bailar, brincar y reír únicamente, sino en aquellos que nos hacen sentir bien con nosotros mismos, en equilibrio con la responsabilidad de cuanto se nos otorga para vivir y la realización de uno mismo.
Pero esta leyenda, enseña mucho más a mi modo de entenderla y de sacarle su moraleja.
Carau era un hombre joven con una pasión; «el baile», y eso le hizo debatirse entre su pasión y su deber con su madre, a la que se presupone que quería como un hijo debe querer a una madre. Pero su pasión fue más fuerte, al igual que su inmadura juventud, que el cariño y lealtad que le debía profesar a su madre en momentos críticos, algo que puede parecernos exagerado pero que no lo es tanto cuando seguramente nosotros mismos muchas veces nos dejamos llevar por nuestras pasiones y nos enajenamos de quienes tenemos a nuestro alrededor, incluso nuestra propia familia.
En el amplio campo de las pasiones existe una línea invisible que nos impide ver los límites, o más aún, nos hace creer que no existen, porque en nuestras pasiones nos recreamos y nos enajenamos hasta de la realidad, y sólo cuando regresamos a la realidad y vemos a nuestro alrededor tristeza o enfado es cuando comenzamos con suerte a hacernos alguna que otra pregunta.
Todos nos hemos apasionado con algo o vivimos apasionados en la actualidad con algún aspecto de la vida, una afición, un talento incluso un trabajo, pero cuidado. Cuando te sometes a la inercia de tus pasiones, se deben establecer límites para vivir en consenso con quienes te rodean porque de otro modo les haces rehenes de tu pasión pero sin tenerles en cuenta, y peor aún, sin conocer lo que realmente te necesitan.
Esto es lo que viene quizá a demostrarnos la leyenda de «Carau» si no queremos convertirnos al final en pájaros chillones y lastimeros por lo que pudimos hacer y, por apasionarnos, no hicimos.