Mi querida humanidad:
Todos los hombres, desde Adán y Eva, hasta el final de los tiempos, estáis recogidos en esta carta, pues por todos y cada uno me hice hombre, nací en una cueva, viví humildemente, trabajé duro, me cansé, fui condenado a muerte y crucificado y resucité al tercer día. Fui uno de vosotros, igual en todo, menos en el pecado.
Desde el principio de los tiempos, os he tenido siempre presente, en el cielo no hay reloj, todo es un permanente presente.
Cuando el Padre proyectó la creación, os reservó un lugar muy especial en ella, quiso haceros a nuestra imagen y semejanza. Luego colocó a Adán y Eva en el paraíso, los hizo dueños de todo, sólo les puso una condición: «no comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal; si desobedecían ciertamente morirían».
Satanás tiene una obsesión: hacer daño a Dios a través de sus hijos. Es un ser sumamente inteligente y pone este don al servicio de hacer el mal.
Adán y Eva tenían un punto débil por el que el demonio podía atacarles, la soberbia. Satanás le ataca por ahí, si desobedecen a Dios, conocerán el bien y el mal, serán como dioses. Adán y Eva le hacen caso y pecan. Su pecado es contra Dios y sólo Él lo puede remediar.
Yo, Jesús, soy Dios con el Padre y el Espíritu Santo y me hice hombre para hacer posible la Redención de todos vosotros y que se haría con la colaboración de una mujer, la Virgen María. Ha de pasar un tiempo considerable antes de que tenga lugar es hecho.
El Padre escoge un pueblo como propio a través de Abraham. Luego, el Espíritu Santo va anunciando mi presencia a través de los profetas. Yo descenderé del Rey David.
En un momento concreto de la historia, en una aldea de Galilea, Nazaret, se encuentra una joven llamada María, que ha sido escogida por el Padre para ser mi Madre.
Así se lo anuncia el arcángel San Gabriel.
María pregunta cómo será posible su maternidad, pues no conoce varón y el ángel le hace ver que esta es la voluntad de Dios y el embarazo será obra del Espíritu Santo.
El Padre ha mirado la humildad de su esclava y todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
José, prometido a María, hizo las veces de mi padre en la tierra, fue un varón justo, de la familia de David.
Nací en Belén, en una cueva, al no encontrar mis padres alojamiento en la ciudad.
Unos pastores, avisados por un ángel, vienen a adorarme; así me lo contó mi Madre. Más tarde, unos magos de Oriente me regalan oro, incienso y mirra, reconociéndome como Rey.
Este suceso provoca la muerte de unos niños en Belén, por orden del rey Herodes, que teme que yo le quite el trono. Yo me salvé porque un ángel avisó a mi padre, para que huyéramos a Egipto.
De Egipto vuelvo a Nazaret donde José, mi padre, trabajó como carpintero y mi Madre, María atiende a la casa. Cuando cumplo la edad, ayudo a mi padre en la carpintería.
A l os doce años, subo con mis padres a Jerusalén para celebrar la Pascua y me quedo tres días en el templo atendiendo las cosas de mi Padre celestial. y de ese poco mi Madre se sirve para ayudar a los más necesitados.
Cumplidos los treinta años, recibo el encargo de mi Padre celestial de iniciar mi vida pública: predicaré el Evangelio, curaré enfermos y, poco a poco, me enfrentaré a sacerdotes y fariseos, que temen les quite el poder.
Inicio mi vida pública bautizándome en el Jordán por medio de mi primo Juan. Allí conozco a Juan y a Andrés, pescadores de Cafarnaún y a sus hermanos Santiago y Pedro, a los que invito a seguirme.
Paso cerca de tres años haciendo el bien y, al final de este tiempo, me veo condenado a morir en la cruz, para resucitar al tercer día.
Quiero ahora daros algunos consejos prácticos, que os sirvan en vuestras relaciones con Dios.
En primer lugar, deciros que no dudéis en pedirle lo que necesitéis, evitando el exigirle, pues Él sabe mejor que vosotros lo que os conviene para vuestra vida espiritual.
Podéis y debéis seguir mi ejemplo, pues yo soy el camino hacia el Padre.
Os puede servir mi actitud en la oración en el Huerto: no me apetece nada consumir la copa que me ofrece, pero lo acepto por amor, y así le dije al Padre que se haga su voluntad y no la mía.
Amad a Dios sobre todas las cosas, pues es un acto de pura justicia y de amor; Él os ha dado todo. Y, además, seréis vosotros los más beneficiados.
Y amad al prójimo, al menos, como a vosotros mismos, no porque se lo merezca, sino porque así lo desea el Padre. Decir al Padre que le ama es fácil, hay que demostrarlo con hechos.
Una cosa es cierta: cumpliendo este encargo, encontraremos la verdadera felicidad.
Sabed que el Padre os espera siempre con los brazos abiertos para su perdón. Reconoced con humildad vuestros pecados y buscad ese perdón a través de la confesión, siempre lo encontraréis.