Es fácil caer en la inercia del ego, eso que habita en nosotros y que nos incita a creer que somos importantes, únicos, válidos; y sin ser esto un mal en sí mismo pues existencialmente somos únicos, irrepetibles y en esencia cada vida es importante, lo convertimos en algo delirante desde el momento que lo movemos como un engranaje que se mueve por impulsos caprichosos alimentado por la continua insatisfacción.
Cada año que comienza, pareciera que todo lo vivido el año anterior no fuera satisfactorio, o al menos incompleto, y es curiosa esta sensación pues lejos de recapitular en las cosas buenas y crear en nuestro haber satisfacciones lo que hacemos es crearnos más necesidades a base de estímulos a menudo demasiado idealizados o incluso algo alejados de nuestro alcance.
A principios de año miramos nuestro cuerpo, nuestra vida, nuestro todo en definitiva, como si nos faltara algo, ese ego caprichoso e incluso, a ratos, insolente con la realidad se toma demasiadas molestias en torpedear nuestra voluntad dictándonos lo que nos merecemos.
Nosotros lo disfrazamos diciéndonos a nosotros mismos que son nuevos propósitos para empezar el año, pero nuestras aspiraciones muchas veces son fruto de la no aceptación de la vida tal y como es.
Así de simple, pues ser o tener no es una cuestión de cantidad sino de cualidades y capacidades para vivir conforme con uno mismo y con lo que verdaderamente necesita.
Es un empeño estéril tratar de ser lo que no se es, y lo es más tratar de tener lo que no es para uno por mucho que tratemos de poner listones a los que llegar.
Y no es una cuestión de infravaloración o bajo auto concepto de uno mismo, no, es todo lo contrario, es ser valedor de lo que realmente se es y se tiene, que no tiene nada que ver ni con lo material, ni con lo estético ni con lo socialmente ponderable.
Por eso tal vez cuando hablamos de felicidad, siempre lo vemos como algo a lograr algún día, no como una realidad en nuestro día a día.
Escuchaba no hace mucho una frase que verdaderamente acertaba a explicarlo de un modo tan sencillo como locuaz: «la felicidad no es la meta, la felicidad es el camino«.
Quiero ser, quiero tener, tal vez esté bien cuando preguntamos a ese niño o niña inquieto qué quiere ser de mayor, pero para nosotros, adultos en continuo caminar por la vida, quizá el ser y el tener sea una realidad más hermosa que aquello que pretendemos seguir buscando en el horizonte del futuro.
Pensemos un poco desde dentro, busquemos nuestra esencia y si en verdad hay algo que puede mejorarse, mejorémoslo pero sin obsesiones, sin desilusiones, sin esa insatisfacción continua que provoca mirar en los espejos de otros.
Una de las cosas que muchas personas se propone cuando comienza el año es ir a un gimnasio y hacer dieta. Se ven a sí mismas con unos kilos de más y con un cuerpo imperfecto al tiempo que ven idealizados otros cuerpos torneados y fibrosos.
Nos podemos pasar horas y horas en un gimnasio para tener ese anhelado cuerpo despojado de kilos molestos y antiestéticos, y lo tendremos seguramente si somos constantes, pero siempre será nuestro cuerpo, en forma y sano, pero el nuestro y no el de otra persona al que la naturaleza le ha dotado de otra estética y figura.
Pues esto es extrapolable a muchos otros ámbitos y necesidades en las que la propia sociedad nos involucra.
No nos obsesionemos con ser o tener para ser más felices, la felicidad no reside en la continua insatisfacción, no es una búsqueda sana ni acertada.
En nuestro haber tenemos todas las herramientas, todos los puentes y escaleras para construir día a día nuestra felicidad y equilibrar nuestro ego.
Comenzamos otro año, un año más y otra oportunidad más para seguir construyendo nuestro propio proyecto personal, ese que Dios tiene pensado para cada uno desde lo que ya somos y tenemos.
Hagamos pues las cosas con alegría y satisfacción interior, porque todo lo que sale con alegría de dentro, proyecta en el exterior una imagen autentica de la vida, y esa, no lo dudemos, es la que debe prevalecer.