Hace unos días, después de mucho tiempo de no vernos, hablé con una mujer con quién solía mantener conversaciones distendidas sobre la gente, la vida…cosas trascendentales sobre las que muchas veces soltábamos amarras sin ir más allá de un puro y simple desahogo.
Me la encontré ayudando a su hijo en la tienda familiar como solía hacer tiempo atrás, cuándo aún no había perdido a su hija de cáncer y su cotidianidad tenía un sentido más alentador para ella a pesar de sus particulares achaques de salud.
He de reconocer que, durante un tiempo, Benilde, la protagonista hoy de estas líneas, ha estado enfadada conmigo porque no estuve en la medida que ella necesitó que estuviera durante la enfermedad y posterior fallecimiento de la muerte de su querida hija.
Ciertamente, no lo estuve y me he sentido tremendamente culpable porque no tuve ningún motivo poderoso para enajenarme como lo hice. Únicamente la propia inercia de mi vida y aquello en lo que mantengo mi atención sin mirar a mí alrededor con una mirada más panorámica. Y, así se lo reconocí con absoluta honestidad. Los errores así como nuestras desidias, deben reconocerse ante lo evidente, con mucha más razón creo yo si alguien te considera su amigo.
Benilde, siempre elevó mi amistad a pesar de nuestra diferencia de edad a un pedestal, y yo la suya también, pero me bajé de ese pedestal por pura inconsciencia y sin pretenderlo le hice daño. Ella, me ha perdonado, algo que la ennoblece pero yo aún me tengo que perdonar a mí misma, cosa que requiere espíritu de enmienda y remendar el descosido que provoqué en nuestra amistad.
El día que volvimos a vernos, de alguna manera intenté dar una puntada preguntándole cómo se encontraba y una vez más, como en tantas otras ocasiones, ella habló y me contó sus cosas, sus quebrantos, pero también una pequeña anécdota que me enterneció y que quiero compartir aquí con ustedes.
Miguel, uno de los nietos de Benilde, quería mucho a Lola; su hija fallecida. Tía y sobrino se llevaban muy bien y solían ver películas de dibujos animados juntos. Desde que murió Lola, el niño siempre que iba a la casa familiar corría a buscar a su tía a la habitación, y al no encontrarla, decía:
– Y Lola ¿ Dónde está Lola?. No está.
Nadie le decía al principio nada. Ese afán de proteger a los niños del dolor y de la muerte, nos lleva a guardar silencio sobre cosas que tarde o temprano han de saberse. Pero Miguel no cejaba en su empeño de encontrarla en su habitación cada vez que iba a la casa y llegó un momento que, ante la insistente pregunta por saber dónde estaba su tía Lola, no le quedó a su familia más remedio que decirle:
– Lola se ha ido, Miguel. Está en el cielo.
Y cuenta Benilde que, un día estaban todos reunidos comiendo en la casa, y de pronto, Miguel le dijo a su abuelo:
– Ven, vamos a ver a Lola.
Y mirando con su abuelo por una ventana dijo:
– No veo a Lola hoy en el cielo, abuelo. Hay muchas nubes.
– Sí, es verdad. Hoy no podemos verla porque hay muchos nubarrones y va a llover. Otro día la vemos, ¿ vale?, dijo el abuelo.
Y, el niño, quedó conforme a pesar de no poder ver ese día gris a su tía en el cielo como él y sus ojos infantiles querían verla.
Al recordar esta anécdota, Benilde rompió a llorar. En ese momento, en su pensamiento también había nubarrones que le impedían ver ese cielo dónde estaba Lola desde hacía cuatro meses. Su dolor por la perdida de esa hija por la que tanto luchó desde que nació debido a su discapacidad intelectual, la amargura por el vacío que todos los días encontraba en su habitación, llena de sus cosas y los recuerdos agolpándose en su cabeza hasta dolerle, eran nubes grises y espesas que lo nublaban todo.
En ese momento no supe bien qué decirle. Sólo le dije que llorara si era lo que necesitaba. A veces, sientes que no posees palabras precisas para aliviar el dolor de quién delante de ti, sufre y llora, pero la próxima vez que la vea, sé lo que le diré.
Le diré lo que dijo Antoine de Saint Exupery en su libro El Principito: “Lo esencial es invisible a los ojos, sólo se ve bien con el corazón”. Tras esos nubarrones que nos impiden ver más allá de lo gris en el cielo, está lo que debemos ver, lo esencial. Están aquellos que desde ese mismo cielo nos miran y nos esperan contentos, en calma y con paz porque ya no sufren y están con Dios.
Sólo es preciso mirar con los ojos serenos del corazón y, en lugar de nubes, veremos un cielo inmensamente azul con una inmensidad de almas plenas en él.
Y si un niño puede, Benilde, usted y yo, también…