La nueva cultura vocacional se fundamenta en una renovada teología de la vocación, que nos hace comprender el sentido de la vida humana en relación al misterio de Dios. Toda vocación cristiana es una llamada al amor en la entrega de sí mismo; como don en la Iglesia para el mundo.
La vocación nace de la escucha. En la escucha de la Palabra de Dios, descubrimos asombrados que la categoría bíblico-teológica más comprensiva para expresar el misterio de la vida a la luz de Cristo es la de vocación. La Trinidad, en sí misma, es un misterioso entrecruce de llamadas y respuestas. Cada vocación lleva en sí los rasgos característicos de la comunión trinitaria.
La primera llamada es a la vida. Es la llamada de Dios Padre. Si una persona dice tener vocación, la primera prueba de ella es agradecer el don de la vida. Y luego, vivirla con el sentido que Dios le ha dado: el amor. Toda vida recibida es un regalo para ser entregado. Vivir la vida como vocación es lo primero. Dios Padre es el educador que va sacando de nosotros lo mejor que tenemos dentro para desarrollarla. El bautismo es el don de la vida cristiana que se relaciona con esta llamada universal.
La segunda llamada es al seguimiento. Es la llamada de Cristo, Hijo de Dios encarnado. La escucha de la Buena Noticia hace posible la respuesta en todos los apóstoles del mundo. El seguimiento es un camino único para cada persona y un camino comunitario, juntos en la Iglesia. Dios Hijo es el formador que da “forma” en nosotros el rostro concreto para el que nos llama como pastores, monjes, religiosos, o laicos. La eucaristía es el centro de esta llamada como presencia y memoria de Cristo, que es comunión de vocaciones.
La tercera llamada es al testimonio. Es la llamada del Espíritu Santo, el Santificador, que nos conduce a la verdad plena. Los carismas del Espíritu son creativos y aportan novedad en la riqueza de su variedad. La llamada del testimonio es la santidad que todo vocacionado tiene que vivir, sea cual sea su estado de vida. La confirmación es el sacramento de esta llamada que comporta un mayor testimonio público y compromiso eclesial, incluso hasta el martirio, si fuera necesario.
Un saludo, desde el Seminario.