Celebrar la fiesta de nuestro Patrono y paisano San Juan de Ávila es recordar a un hijo de Almodóvar que tuvo un estilo de pensamiento y de vida diferente y especial.
Lo más fácil es dejarse llevar por lo que “todo el mundo” piensa y hace: ser uno más entre los humanos. Eso es fácil, pero indica poca personalidad y, sobre todo, una tremenda falta de originalidad.
También entre los cristianos se puede caer en ser “uno más”, en dejarse llevar, en ser un mediocre.
“El santo no es un tibio ni mediocre”, dijo el Papa Juan Pablo II.
La tibieza y la mediocridad es una carencia de fervor; de hervor. El tibio es aquel que no es malo, pero tampoco es ardientemente bueno.
El tibio no usa la fuerza de voluntad, rehúsa el esfuerzo, no se sacrifica por casi nada, es pesado y perezoso para evitar no sólo los pecados “gordos”, sino los pequeños de cada día, a los que se acostumbra y tolera tranquilamente.
El cristiano tibio no es brillante, realiza algunos ritos externos religiosos: “oye” misa, va a procesiones…, pero sin un cambio radical y profundo de su modo de pensar y vivir.
La tibieza es una enfermedad grave y seria en la vida espiritual. Es tan fuerte que en el libro del Apocalipsis se dice que “Dios vomita a los tibios”.
Además de todo esto, quien no mantiene un fuego interior espiritual, como los santos, es una persona que se hunde por cualquier cosa o situación, carece de coraje espiritual para afrontar cualquier dificultad o contrariedad. A propósito de esto, decía nuestro Maestro Juan de Ávila:
“La tibieza es madre de la tristeza, del temor; madre del desasosiego, del desconsuelo… Un alma desmayada, una mosca que le pique le hace perder la paciencia…Tengo vigor y fuerza en el espíritu, porque es cierto que, cuando una olla está hirviendo, no llegan las moscas a ella; mas, después que se enfría, lléganse todas a ella. Cuando un alma tiene fervor, todas las tentaciones huyen; cuando está tibia todos los demonios le dan guerra”
Los santos, por la gracia de Dios y su esfuerzo, son modelos de espíritu ardiente, de pasión, de juventud espiritual, de entusiasmo, de ilusión. Todo lo contrario de la tibieza y la mediocridad.