En la mesa que suelo sentarme a escribir, tengo un calendario que por Navidad me envió una Ong. Lo tengo en la cara de los meses Mayo y Junio, es decir, al corriente, pero eso es lo de menos. Lo singular del caso es la fotografía que ilustra esa cara bimensual de mi calendario, una bonita imagen en sepia de dos niñas peruanas, sonrientes y aparentemente felices.
Una de ellas, la más mayor de unos doce o trece años, realmente parece feliz. Sonrisa amplia, brillo en los ojos, semblante alegre…; sin embargo, la otra niña, más pequeña y menuda, tiene algo que me desconcierta, está vestida con una camiseta de la marca Puma aviejada y descolorida que le cae de un hombro seguramente porque le queda grande, pero sin duda lo más llamativo es su rostro, sus grandes ojos andinos son los de una niña de seis o siete años, pero su mirada sin embargo tiene una madurez inusual. Es profunda y más bien pareciera que jugara al equilibrio entre la inocencia de la niñez y la experiencia de un adulto.
Su sonrisa también es diferente. No enseña los dientes. Mantiene los labios apretados, contenidos, como si pícaramente no quisiera otorgarle a la cámara un esbozo de sonrisa amplio y espontáneo. Quizá no quiso, o puede que no tuviera motivos poderosos para dejar fluir su sonrisa, la vida en esa otra orilla, menos próspera para los niños, no es ni tan cómoda ni tan fácil como lo es para nuestros hijos, nietos o sobrinos. Para ellos, la sonrisa es un acto reflejo que brota cuándo por un instante dejan a un lado la precariedad en la que viven, algo admirable, por otro lado. Nosotros, teniendo en nuestra orilla tanto por lo que sonreír, sin embargo malgastamos nuestras sonrisas lamentándonos de cuánto no podemos tener. Y, no digamos nuestros niños. Acostumbrados a tener cuánto precisan y más, en lugar de sonrisas, a menudo lloran por no tener lo que quieren en el preciso momento que lo quieren.
Por eso quizá llamó mi atención ese calendario de mi mesa, porque sus fotografías revelaban sonrisas en medio de la adversidad y de la pobreza y en rostros infantiles a caballo entre la inocencia y la madurez precoz.
Julio y Agosto, sin ir más lejos, lo ilustra un primer plano de una niña de la India sonriendo divertida mientras detrás de ella, otros niños se bañan en un río. El agua les cubre hasta las rodillas, unas rodillas por cierto huesudas y delgadas, igual que sus frágiles cuerpecillos. Pero parecen divertirse. En realidad, juegan. Juegan a salpicarse, a mojarse…igual que hacen nuestros niños en una playa o en una piscina. La diferencia, sin embargo es que esos niños, utilizan el río para asearse, es su cuarto de baño y no utilizan gel de Aloe Vera ni hidratantes, sólo el agua. Pero lo dicho, sonríen a pesar de lo precario de sus vidas.
Yo me pregunto si a esos niños de ese mundo menos desarrollado, que sonríen a la cámara cuándo les van a hacer una fotografía, saben o les han dicho quiénes van a ver sus sonrisas. Y me lo pregunto porque aún me parece mucho más admirable que, sabiendo tal vez que les van a ver ojos del primer mundo, nos regalen sus sonrisas. Lo mejor de sí mismos, sin duda.
Es probable que lo sepan, que los misioneros y cooperantes de las ONGS les digan que sus caras van a llegar hasta la otra orilla; la rica, la que puede ayudarles porque allí existe una palabra y algo muy hermoso que se llama “ solidaridad”.
Es cierto. Nos llegan sus caras a medio camino entre la niñez y la madurez, nos llegan sus ojos, vivos pero lánguidos al mismo tiempo por las vicisitudes que soportan, y también, sus sonrisas: contenidas algunas veces, amplias y espontáneas en otras, pero todas ellas generosas sin duda alguna.
La cuestión es lo que hacemos desde esta orilla próspera cuándo vemos sus fotografías y sus sonrisas. He aquí la reflexión a la que cada cuál debemos someternos.
La solidaridad y la caridad han de ser algo más que palabras hermosas en nuestra orilla. Es difícil cambiar el mundo para que la riqueza sea equitativa a toda la humanidad que lo puebla, pero con nada, nada se hace, con algo de voluntad, algo que se puede ir haciendo.
Pensemos al menos en ello y, si pueden, observen alguna de esas sonrisas que tan a menudo nos llegan desde la otra orilla. Verán que, a pesar de la aridez en la que viven, no han perdido la sonrisa y encima…se la regalan.