Los apasionamientos
de Santa María en sus advocaciones,
nunca en lo oscuro sus anunciaciones,
limpio mensaje sus alumbramientos.
Pasiones, como la multiplicada
pasión que, en las alturas del Carmelo
—abrazada la tierra por el cielo—
se hace escapulario de una alada
palabra hecha con fuego
de una lengua de amor, en dádiva y en ruego.
De amor del que rezuma
una esencia que nunca se consuma,
que más fuerte arrebate,
que más deshaga al cierzo y la ceniza
donde el alma combate,
se hiere y diviniza
por un Amor que salva y eterniza.
Pasión multiplicada que ilumina
la estrella de una Madre protectora
que vuelve peregrina
vigilia redentora
cada promesa esperanzadora
de un amor que no posa,
que tan sólo en la Luz su luz reposa,
y asciende y baja al monte y a la
hondura, cruza el mar, desafía
los abismos del ser con la más pura
sustancia de su fe que, en la alegría de
su gracia —insomne de este a oeste,
de norte a sur, repleta y derramada—,
se hace pasión celeste
con nada comparada,
sin confín ni en sí misma confinada.
Una pasión tan libremente presa
en tal fuego de Dios que, aun calcinada,
no teme que su amor se haga pavesa.
Santa María, su apasionamiento
(sea en la tierra, el abismo, el mar, el monte)
para que entienda nuestro entendimiento
cómo Dios nos regala el horizonte.