Se han terminado las Olimpiadas!…
Hemos pasado horas ante el televisor, gozando de imágenes preciosas en los diferentes juegos. ¡Qué bello espectáculo: una persona enamorada del deporte ha logrado que su cuerpo atlético obedezca a la mente, a base de pasión, de esfuerzo y privaciones, de constancia y de ejercicios.
El Apóstol Pablo aprovechó la imagen de las olimpiadas de su tiempo y de ellas sacó lecciones inolvidables. Toma las competiciones deportivas para enseñarnos lo que es la vida del cristiano:
-¡Corre como los atletas! ¡Entrénate antes como hacen ellos! ¡Lucha conforme al reglamento! ¡Conquista la corona ! ¡No te canses y sigue hasta el fin!… San Pablo recurre muchas veces a esta comparación tan bella y tan apasionante. Con frecuencia lo hace usando solamente una palabra deportiva:.
Así escribe a su discípulo Timoteo:
“Tú, en cambio, hombre de Dios…corre al alcance de la justicia, de la piedad, de la fe, de la caridad, de la paciencia en el sufrimiento, de la dulzura. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna a la que has sido llamado” (1Tim. 6,11)
“¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno sólo se lleva el premio? ¡Corred de manera que lo consigáis! Los atletas se privan de todo; y eso, ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así, pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado” (1Co 9,24-27)
Soñando en una medalla los atletas se imponía una vida austera. Pablo saca la consecuencia: ¿Y nosotros, los cristianos?… No una corona de laurel, ni una medalla de oro, sino la vida eterna! Ganamos a Cristo.
Por ello dice:
“No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera para alcanzarlo, como Cristo Jesús me alcanzó a mí!… Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, Sigo corriendo hacia la meta, al premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús (Flp 3,8-15)
Un cristiano tiene en las gradas, como espectadores, a todos los que ya triunfaron: santos y santas innumerables… entre ellos, para nosotros: La Virgen Maria, en su advocación del Carmen y los Santos Juan de Ávila y Juan Bautista de la Concepción, a quienes dedicamos las fiestas del mes de septiembre; ellos, entre gritos y aplausos, nos animan a todos desde el Cielo:
-¡Venga! ¡Corre! ¡Aprisa! ¡No te detengas! ¡Que ya falta poco!…
Para correr bien, quítate de encima todo lo que te estorbe, ¡sé valiente!… ¡Mira a Jesús que va delante de ti! Él no tuvo miedo ni a la cruz, y ya ves con qué medalla lo condecoró el Padre…
Esta idea está reflejada en la Biblia, en la Carta a los Hebreos:
“También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con constancia la carrera que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, por el gozo que se le proponía, soportó la cruz y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Hebr 12,1-4)
Las Olimpíadas que contemplamos cada cuatro años son bellas y estimulantes. Pero están limitadas para pocos.
Las Olimpíadas cristianas cuentan con atletas innumerables y magníficos, con un Dios que es espléndido en las medallas que reparte y estamos todos invitados a participar activamente.
A cada persona Dios le enseña la medalla de oro, mientras le dice sonriendo:
– Es para ti. ¿La quieres?…