En realidad, no sé el nombre del muchacho de esta anécdota. No se lo pregunté. Decidí llamarle “nunca podré” después de tenerlo de compañero de viaje en el autobús.
Se subió en la misma parada que yo. Buscó un asiento y se sentó.
Estirándose cuán largo era, y no lo era demasiado, ladeó su cabeza hacía atrás y se quedó profundamente dormido.
De su aliento y con cada respiración rezumaba un olor dulzón a alcohol, pero nadie reparó en él hasta que, de un respingo, despertó y empezó a balbucear asustado.
Sus ojos vidriosos, parte por lo obnubilado de su cabezada de sueño y parte también por la sobrecarga de alcohol que llevaba encima, buscaban desesperados entre la mirada de la gente que, tras ese arranque inusitado de semiinconsciencia, le miraban con cierta perplejidad al tiempo que casi mecánicamente hacían esfuerzos por ignorarlo para no verse comprometidos en su desorientación.
– ¿Dónde estoy?…¿ Qué hago aquí?, se dijo mientras se frotaba los ojos para espabilarse.
El hombre mayor que tenía a su lado le dijo:
-Te has quedado dormido, muchacho. Estabas cansado ¿Eh?
Pero el muchacho, aún tratando a duras penas de encontrarse en esa realidad que lo rodeaba en el autobús, no le escuchó. A través del ventanal del autobús trataba de reconocer algo, un lugar, el motivo quizá por el que estaba sentado en ese asiento y llevado a un destino.
– No recuerdo. No sé dónde voy. ¿Por qué no me han despertado?, nos reclamó a los que estábamos a su lado.
Nos miramos unos a otros con cierta complicidad, sin alcanzar a comprender al muchacho pero al mismo tiempo barruntando nuestra propia opinión sobre la situación.
Casi como un acuerdo tácito entre todos los presentes, en ese autobús se decidió ignorarle y dejarle con su confusión. Unos iban con su mp3 en la oreja, otros miraban por la ventana, otros iban a bajarse en la siguiente parada, al fin y al cabo, a esas alturas de viaje ya había quedado bien patente que ese muchacho no estaba en sus cabales. Sin embargo, el muchacho no se dio por enterado de nuestra enajenación colectiva y empezó a soltar una tras otra, explicaciones vagas sobre lo que le ocurría.
– Es que, algunas veces no recuerdo. Se me olvidan las cosas. Me da vergüenza pero, es lo que me pasa. Tengo una enfermedad chunga, muy chunga.., creo que se llama Alzheimer. Sí, eso tengo. Con 28 años…Y, es que, no sé dónde estoy. Me he dormido y no sé dónde voy ahora. Iba a mi casa…
Luego siguió balbuceando y mirando a su alrededor, intentando reconocer algo, encontrar algo que le diera sentido a la confusión que le embargaba.
– Con 28 años y esta enfermedad…nunca podré tener novia, ni tener estudios, ni hacer nada. Nunca podré, nunca podré…
Y lo repitió y lo repitió hasta caer en la leve voz que deja el desaliento para terminar diciendo:
Cualquier día me suicido. Total ¿Qué? Con esta enfermedad que tengo nunca podré hacer nada.
Fue en ese momento cuándo le puse ese nombre. “Nunca podré”. Pude preguntarle cuál era realmente, igual que hice cuándo le pregunté dónde vivía para ayudarle en su confusión del momento y que pudiera bajarse en una parada cercana. Sin embargo, no fui más allá de esa momentánea ayuda. No traté de ahondar más ni en su vida ni en su persona.
Tal vez, lo cristiano y lo humano hubiera sido hacer algo más, una frase de aliento, de esperanza, no sé, sin embargo yo y como yo el resto de viajeros de ese autobús, le dejamos seguir su camino sin más, enajenados del trasfondo que seguramente había en ese comportamiento extraño y vacuo ante su propia existencia.
No obstante, una vez más aquello que había podido presenciar me dio qué pensar. “Nunca podré” no tenía alzheimer, quizá un trastorno mental o de personalidad. Su desorientación así como sus “lagunas”, eran producto del desvarío que suele provocar la debilidad y la bebida, sin embargo, en su distorsionada realidad, trataba de justificarse buscando la comprensión de cuántos estábamos a su alrededor. No lo consiguió. No al menos más allá de un agridulce sentimiento de lástima.
Las razones que mueven a un joven de 28 años, primero a emborracharse; segundo, a caminar por la vida sin ambiciones; tercero, a lamentar sus limitaciones; cuarto, a decirse a sí mismo que nunca podrá hacer algo mejor con su vida y quinto, incluso a plantearse el suicidio, no dejan de ser cuestiones pendientes que además de lástima dejan entrever esos falsetes que la propia sociedad tiene.
Pero lo peor del caso, al menos desde mi propia reflexión, es que ese “nunca podré”, realmente es una constante en la vida de no pocas personas como este muchacho. Y no porque no puedan realmente, sino porque entre todos seguimos alimentando la desidia que principalmente ellos mismos se provocan.
Vivimos en una sociedad de listones dónde los débiles pasan por debajo, al ras del suelo, mientras que otros luchamos por estar a la altura o incluso no nos importa trepar a costa de otros, no nos engañemos, y eso inevitablemente deja su lastre.
Cuándo vi marchar a “Nunca podré” después de bajarse del autobús, caminando con torpeza entre la gente que incluso le esquivaba, efectivamente, pensé que no le faltaba razón al decirse a sí mismo que no podría hacer algo mejor con su vida, no mientras persistiera en caminar de esa manera fueran cuales fueran sus auténticos motivos.
Desde luego, flaco favor le hacía tener la razón a este muchacho, aunque fuera producto de su propia desidia personal, pero lo cierto es que la voracidad con la que asumimos la competitividad en la sociedad que nos movemos, es realmente la culpable de que existan tantos “nunca podré” entre débiles y pusilánimes.
Lo lamentable de esta anécdota, como decía antes, es que existen muchos muchachos llamados “nunca podré”, caminando entre nosotros. Personas que entienden el concepto “nunca” con la rotundidad de lo imposible en lugar de cambiarlo con voluntad y valentía frente a la adversidad.
Pero, así caminan algunas personas. Confusos, desorientados, enajenados en el alcohol, en lugar de enfrentarse a sus propios obstáculos para superarlos.
Y, a nosotros, también lamentablemente, lo más que se nos ocurre es esquivarlos, al fin y al cabo qué podemos hacer con aquellos que tan poco hacen por sí mismos. Demasiado tenemos, solemos pensar, con no caer nosotros en la desidia del “nunca podré”.
Así es y así se comporta esta sociedad ante sus propias cosechas. Pero una vez más, pensemos un poco en ello. Podemos no ser culpables de las desdichas ajenas, o tal vez en una pequeña parte lo seamos, pero en cualquier caso lo humano y por supuesto, lo cristiano, no es dar la espalda o esquivar la realidad que nos inunda, sino apostar siempre por la esperanza allí dónde falte. Nos corresponde, amigos lectores.