El mejor amigo que tuve en mi infancia era un niño rubio y fuerte, de ojos claros, buena persona aunque un poco brutote, muy cariñoso y temeroso y amigo de Dios.
Comía bien, pero tenía preferencia por las frutas, las que, por otra parte, no se comían en aquellos años en cantidad satisfactoria, sobre todo los plátanos, que tenían que venir desde tan lejos. Por todo esto, un año mi amigo escribió a sus Majestades los Magos pidiéndoles fruta suficiente como para poder quedar harto.
Cuando amaneció el día 6 de Enero, el chico se tiro de la cama y corriendo se adelanto a sus hermanas hasta llegar al comedor, el lugar en donde siempre solían encontrarse los regalos. Allí se veían muñecas, cocinitas y cuadernos con pinturas para las chicas; pero de forma sobresaliente, en el centro de la habitación resaltaba por su colorido rojo y gualda, un hermoso capacho lleno de naranjas y plátanos; ¡Precioso era aquel contraste de color!
Mi pequeño amigo agarró con las dos manos su capacho y lo trasladó hasta su dormitorio; no busco más regalos, aunque también le habían traído unos arreos que se ceñían a la cintura de otro chico desde donde salían unas bridas con las que otro amigo conducía al “caballo”.
Por la tarde llamaron a la puerta, era un grupo de niños que venían a pedir el aguinaldo cantando villancicos orquestados con pandereta, zambomba, y botella de anís de “La Asturiana” raspada a la cucharilla.
Como mi amigo no tenía dinero les sacó lo que más quería: su capacho con sus frutas. Les repartió más de la mitad y marcharon alegremente gozosos. Llegada la noche, antes de acostarse, escondió el capacho en su armario. Al despertar del día siguiente, su pequeño tesoro no estaba donde debía de haber estado, donde lo dejó.
El chiquillo pensó en lo peor, e inquieto preguntó a su madre; ella le dijo: Hijo, lo tienes todo aquí, en estos cuatro fruteros porque en el armario se te iba a estropear, y porque te vas a poner malo si sigues comiendo fruta de esta manera; fíjate, en un día has comido más de la mitad, pero no te preocupes, aquí la tienes.
El capacho vacío, pendía colgado de una alcayata en la cocina.
¡Sintió que había perdido su regalo!
En efecto, al final de la comida en familia, su madre le pregunto: ¿Nos das de postre un poco de tu fruta?
El niño dijo un sí poco convincente y menos solidario. Se encontraba engañado y estafado, porque aunque siempre fue generoso, le molestaba que le hubiesen tomado el pelo. No le quedó más remedio que agarrarse a los arreos con fuerza.
Desde aquel año, no recuerdo haber vuelto a escribir cartas a Oriente; tal vez es que coincidió con esa edad en la que sin dejar de ser niño, se te abren los ojos.
No os extrañe que ahora hable en primera persona, ya os decía al principio que ese niño era el mejor amigo que he tenido, después del Niño Jesús.
Ahora, sin pedir, siempre me traen algo; este año los Magos me han dejado un montón de besos y abrazos para repartirlos entre todos vosotros.
Os deseo un 2009 lleno de PAZ y AMOR.