Un nombre tan sencillo,
y tan sencilla
su plenitud, engastada en esa estrella
de su fe, tan humildemente bella
la pobreza feliz con que se humilla
al sentirse nombrada, sin mancilla
la que jamás fue débil, sino aroma
de fortaleza contra la carcoma
de lo oscuro que anega a nuestra arcilla.
Dulcemente detrás del “así sea”
que llenó las arterias de ese nombre
tan esclavo de Dios,
y tan repleto
de las suaves virtudes de una oblea
que, dada a comulgar, llenase al hombre
que el puro ideal de lo completo.
Dulcemente, la Virgen, su ventura
de que su nombre se haga encarnadura
de aquel “Dios es contigo”, aquel decreto
de salvación, por el que el nombre de María
suena a lo más que el cielo nombraría.
Suena a Espíritu en su seno y en su mente.
Suena a Cristo, indefectiblemente.
Suena a Pentecostés. Y a Eucaristía.