Hay cosas que pueden parecer en un principio insignificantes, otras pasan inadvertidas por esa falta de observación de la que pecamos tantas veces, pero personalmente, cuanto más me detengo a observar, más cosas insignificantes en un principio pasan a ser sustanciales e incluso aleccionadoramente hermosas después.
Hace tiempo, cuando acostumbraba a limpiar en verano la pequeña piscina que tenía en mi jardín, solía ver pequeños insectos en la superficie del agua luchando desesperadamente para salir de allí y evitar ahogarse.
La mayoría de las veces eran avispas, pero también caían libélulas, alguna que otra mariposa e incluso mosquitos considerables. Su lucha contra aquello que les iba a quitar la vida me conmovía tanto que con la redecilla que solía limpiar las hojas en el agua, les cogía para depositarlos en otro lugar y así ayudarles a sobrevivir a ese infortunio.
Era curioso después observar cómo los insectos seguían luchando para emprender de nuevo su peculiar vuelo. Movían sus alitas mojadas y casi pegadas a sus minúsculos cuerpecillos hasta que conseguían que se secaran. En concreto una libélula estuvo sin rendirse casi medía hora hasta que consiguió desplegar sus trasparentes alas y volar de nuevo.
Y recuerdo que de aquella observación pensé en lo milagrosa que es la existencia en sí misma en cada ser vivo, en la belleza que encierra cada criatura y en lo necesaria que es para vivir en equilibrio con la naturaleza.
Hoy he recordado esto después de volver a ver la película “Madame Butterfly” precisamente después de ver una escena en la que, al igual que hacía yo en mi piscina, un hombre chino se dedicaba muy afanosamente a coger del borde de un canal con una redecilla a las libélulas que se acumulaban allí presas de la humedad del lugar. Lo bello de esta escena es la meticulosidad con la que el hombre coge con sus dedos la libélula para no dañarla, como si entre sus dedos tuviera algo frágil y al tiempo valioso.
El protagonista de la película, al ver a ese hombre tan sumergido en esa tarea le pregunta: – ¿ Qué está haciendo?. Y, el hombre, mirándole, le sonríe al tiempo que eleva una de las libélulas que tiene entre sus dedos y simula que vuela hasta colocarla en la palma de la mano de quien le ha preguntado.
En un siguiente plano, la libélula, tras varios aleteos, finalmente levanta el vuelo y desaparece.
Para un mero observador primario, este tipo de cosas pueden ser simplemente detalles sutiles con la naturaleza por parte de personas con una sensibilidad especial o con un sentido de la vida más elevado. Y no sé equivoca en absoluto, pero he de decir más por mí misma que por cualquiera de ustedes, amigos lectores, que una vez más es el modo de mirar lo que nos hace hallar la esencia verdadera en todo cuanto nos rodea.
Dios ha creado un mundo con un equilibrio perfecto. Creado para vivir en completa simbiosis y capaz de albergar a todas las criaturas, ¿Qué es lo que le hace tan injusto en muchas ocasiones? ¿Qué es lo que le hace tambalear y desigualar sus dos platillos en la balanza?.
Pues, la respuesta es sencilla: el hombre. Nosotros mismos con nuestra actitud de adaptar el medio a nosotros en lugar de adaptarnos nosotros al medio como hacen las plantas y los animales.
Es el hombre el que causa el desequilibrio, el que descompensa los platillos de la balanza del mundo que Dios ha creado, con su sentido de la ambición, de la comodidad, del bienestar, de sus propios egoísmos…
El hecho de que existan personas capaces de ver en cuanto les rodea un motivo de entrega personal más allá de sí mismos, un motivo de servir y de ser útil, es lo que le da al mundo la oportunidad de seguir manteniendo el equilibrio para no alejarse cada vez más de la belleza que guarda la perfección.
El hombre chino de la película “Madame Butterfly” con esa voluntaria tarea que asume de salvar a las libélulas, no se hace rico ni llena su despensa de alimentos; sin embargo contribuye a que esos insectos sigan cumpliendo la tarea que les ha sido asignada cuando fueron creados: la de polinizar plantas que luego habrán de dar su correspondiente fruto. Y, así, con toda esa cadena trófica que hace a toda criatura útil y necesaria para vivir en equilibrio con la naturaleza y por tanto con todo aquello que nos ha sido otorgado.
Así pues, pensemos y miremos un poco más allá de nuestras comodidades y de nuestras quejas. Analicémonos un poco, interioricemos para ver qué podemos hacer por ese exterior a menudo tan desequilibrado; por esas plantas bellas que nos rodean, por esos animales que habitan cerca de nosotros, por esos bosques, montes, lugares preciosos que ensuciamos con esa torpe manera de pasar por ellos, por esos rincones del planeta donde la pobreza y la inanición se ceba con los débiles, por ese vecino o amigo que sufre por alguna razón; en definitiva, por todo aquello que acusa desequilibrio.
Es una utopía alcanzar la perfección en la tierra pero sí que podemos evitar ser menos imperfectos y ser más justos si, en lugar de quejarnos y ser críticos, abrimos nuestros cinco sentidos para percibir dónde y de qué manera podemos dar más de nosotros mismos.
Y, créanme, no hace falta irse demasiado lejos. A veces, a pocos pasos, una libélula les puede estar llamando.