Sobrados de ciencia, faltos de sabiduría,
viniste a enseñarnos, Palabra divina.
Llegaste como luz,
pusiste colirio en nuestros ojos,
pronunciaste palabras de ti mismo,
nos hablaste también con tu cercanía y tu mirada,
con tus signos y tus gestos.
Tu palabra primera: Padre.
Decías Padre y te transformabas.
Decías Padre como una luz creciente y penetrante.
Decías Padre como la clave del misterio:
todo tiene fundamento y sentido,
se acabaron los miedos, se asegura la esperanza,
ya no habrá vacío eterno.
Padre nuestro, nueva luz sobre la relación humana,
ya se puede hablar de fraternidad universal,
es posible agrandar la familia y los amigos,
la solidaridad será la marca preferida.
Dijiste amor. Hablabas del amor y lo vivías,
nos enseñaste el amor verdadero con tu vida,
que el amor era la vida y la verdad,
el secreto de la libertad y de la dicha;
nos hablaste del amor como de la realidad última,
el núcleo más profundo de la existencia,
constitutivo de Dios y de los hombres.
Dijiste amor también cuando morías,
nos amaste hasta la muerte,
y vencías nuestra muerte con tu amor.
Dijiste amor, dijiste vida, dijiste hermanos,
dijiste Padre, dijiste Dios…
y hubo más luz y más sabiduría.
Sigue hablándonos, ¡oh Palabra!, ¡oh Dios!
Dios no es silencio; en la Trinidad el Hijo es la Palabra. Y esa Palabra no es un vocablo, sino el Hijo. “En el principio existía la Palabra y la palabra estaba junto a Dios” (Juan 1,1).
La Navidad es la encarnación de la Palabra. “La Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros”(Jn 1,14)…
La Palabra se hizo carne:
El misterio de la Navidad es, entre otras cosas, la gran manifestación de la Palabra de Dios. No sólo nos habló como antes, “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas”( Heb. 1,1), sino que el decir de Dios nos llegó en plenitud por su Hijo. Nos habló de tal forma que nos entregó su Palabra como regalo y presencia permanente. La Palabra, que es Luz y Vida, que es Dios, se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.
Habrá que tener muy abiertos los oídos y los ojos del alma porque es una Palabra que se puede ver y se puede oír.
Palabra “silenciosa”:
La Palabra de Dios no hace ruido, se envuelve en el silencio, “soledad sonora”. No se impone a base de voces y fuerza, dice más con la mirada, con el tono. Es una palabra que llega primeramente sin hablar, se hace Niño. Luego, cuando crezca, su voz será como una gran melodía, como un fuego que abraza y abrasa el corazón, que enciende claridades. Y, después muerto y resucitado, se hará presencia íntima por su Espíritu: “El Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni conoce. Pero vosotros le conocéis, porque mora en vosotros y estará en vosotros” (Juan 14,17).
Palabra consoladora:
La Palabra hecha carne llenaba entonces, y llena ahora a todos de esperanza y alegría. Habla al corazón, se acerca a cuantos sufren y están cansados y desalentados para consolarle. Venid a mí, decía Jesús a los que estaban fatigados, que yo os aliviaré. No temas, repetía, y se dedicaba a quitar cargas y pecados.
Palabra nueva:
Cristo es una palabra auténtica, original, creadora, “una doctrina nueva, que se impone con autoridad” (Marc. 1, 27), que transforma y enciende los corazones apagados, como a los discípulos de Emaús, que andaban tristes por el camino hasta que le ven y le oyen y le reconocen al “partir el pan”.
Jesús era y es Palabra eficaz; él decía y sucedía. Decía: “levántate” y el paralítico se ponía a andar; decía: “queda limpio” y el leproso quedaba curado; decía: “calmaos” y le obedecían vientos y tempestades; decía: “tus pecados son perdonados” y los pecadores renacían de nuevo. Por eso, Pedro le dijo: “Señor, ¿a quién vamos a ir? Tu tienes palabra de vida eterna” (Jn. 6, 68).
Y esa Palabra, no lo olvidemos, ha puesta su Morada en nosotros hoy y siempre.
La Palabra y nuestras palabras:
Cristo- Palabra permanece hoy: En la Iglesia, que la guarda, como María, en el corazón, y la transmite y explica y la celebra en los sacramentos; en la Sagrada Biblia, en los evangelios; en el corazón de cada creyente y en su vida; en muchas voces de personas, en el clamor de los pobres; en nuestra historia personal y comunitaria.
Ante la palabra de Dios tan cercana, tan viva, tan nuestra, ¿quién no se dejará seducir? Dice San Juan: La Palabra “vino a los suyos y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron, les dio el poder de hacerse hijos de Dios…”(Juan 1, 11).
Nosotros podemos ser en la Navidad y en toda nuestra vida personas que, desde una fe viva, ven y tocan la Palabra hecha carne y la hacemos carne en nuestra vida; somos testigos de la Palabra: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos…acerca de la Palabra de vida-pues la Vida se manifestó y nosotros la hemos visto y damos testimonio…”( 1ª Juan 1,1-2).
Y desde la experiencia diaria del saborear la Palabra en la oración, gustar la Eucaristía, y vivir la Presencia de Dios entre nosotros, usamos la palabra- regalo magnifico de Dios- para relacionarnos con los demás mediante un vocabulario que humaniza, acaricia, ayuda, consuela, instruye, denuncia injusticias, crea ayuda a los necesitados…
- “La palabra es poder: Pensemos en lo que significan los medios de Comunicación.
- La palabra es seducción y belleza: Pensemos en la oratoria, en la poesía, en las obras literarias, en el teatro o el cine, cuando son bellos y elegantes.
- La palabra es intimidad: Pensemos en la hondura de las palabras del amigo o de la persona amada.
- La palabra es oración, es profecía, es revolución y es creación, es consuelo y esperanza, es fuerza de liberación”.