A menudo pienso si en verdad existe la razón, ese concepto tan enorme que abarca desde la lógica hasta la justicia pasando por la verdad. Y lo pienso sobre todo cuando siento que mi opinión se ve zarandeada por quienes, al debatir, utilizan argumentos que no alcanzo a comprender.
Sí, ya sé. Es en ese tipo de situaciones donde se establece un debate o incluso una discusión, y también sé que la diversidad de opiniones siempre existirá. Sin embargo, no es eso lo que me inquieta, lo que me lleva a preguntarme hasta qué punto puedo sentirme cómoda con mí razón es, precisamente, cuando ves a tu alrededor una tendencia muy extendida y tú, por no dejarte llevar por esa tendencia, apenas puedes hacerte oír o incluso te atacan.
No me interpreten mal, no llego a creerme ni por lo más remoto que yo esté equivocada o que estén equivocados los demás, es simplemente una momentánea incapacidad de argumentar una postura tan sólida y tan firme como la que se puede tener ante la vida y el modo de entenderla.
Pero creo que el mejor modo de entender este vericueto sobre el que pretendo reflexionar hoy es con una anécdota personal.
Hace unos días, una persona cercana a mí, ante mi rotunda afirmación de que era cristiana, se tomó la libertad de opinar al respecto, algo que en principio no tenía porque ser bueno ni malo pues, al fin y al cabo, opinar es gratuito, no así la ofensa o la falta de consideración; sin embargo, resultó ser un intercambio de opiniones que si bien no consiguió inclinar la balanza hacía ningún lado, sí que me mostró una razón bastante poco razonable por parte de esa persona, pues, desde un principio, trató de darme argumentos lacerantes para justificar su rotundo ateismo, su nula fe en Dios y su rechazo profundo a la Iglesia.
No traté en ningún momento de convencerle de nada, como bien dijo Einstein es más fácil demostrar las partes de un átomo que desmontar a un hombre sus preconceptos, y en este caso así era, lo único que me limité a hacer es reafirmar mi fe una y otra vez, algo que todavía le motivaba más para sacar más y más argumentos en contra de mi postura, hasta el punto de decir auténticas incongruencias.
Me resultó chocante, eso sí, que me hablara del respeto y que, precisamente, me lo dijera alguien que al saber de mis creencias, no vaciló en sacar toda su artillería pesada contra Dios, los cristianos y la Iglesia. Y fue en ese momento en el que caí en la cuenta de que, por ser cristiana y afirmarlo sin más argumentos que mi propia fe, la razón del otro parecía tener más peso que la mía, reduciéndolo todo a una sensación de incapacidad a la hora de demostrar algo tan hermoso y que tanto llena mi vida como la presencia de Dios en mí.
Y me sentí mal. Mal por no ser más elocuente, por no defender mejor a Dios ante las sinrazones de otros.
A mí me queda aún mucho que aprender y tal vez mucho camino aún por recorrer para comprender mejor al hombre en todas sus grandezas e incluso miserias.
También me queda aún camino por recorrer para comprenderme mejor a mí misma, pero ahora hago algo que no hacía tiempo atrás. Hoy soy capaz de decir que soy cristiana, que creo en Dios y que mi fe camina conmigo en mi discurrir por la vida. Y lo digo con valentía, aún a riesgo de chocar contra muros o pinchos.
Hoy sé que soy un proyecto de Dios y que soy barro en sus manos, así resulte una vasija todavía a medio moldear o pequeña para contener lo que el Manantial de la vida nos otorga a cada cual.
Puedo no ser muy locuaz a la hora de argumentar mi fe, o puedo serlo, pero no siempre con el acierto que debiera y en los momentos que debiera, pero si me permito la duda es, simplemente, para convencerme a mi misma que tener o no la razón ante los demás no es una cuestión de palabras, opiniones, discusiones o de llevarse el gato al agua, sino de una postura valiente, al tiempo que serena, con uno mismo.
A esta misma persona con la que tuve este punto de inflexión sobre Dios y mis particulares creencias religiosas, le pregunté en cierta ocasión: ¿ Qué es lo que ha sustituido a Dios en tu interior?. Su respuesta fue rotunda: – Yo sólo creo en mí mismo. Mi contestación, también fue rotunda: – Él también cree en ti y siempre te estará esperando.
Volví a repetírselo una vez más pero su corazón sé que está muy cerrado a la presencia de Dios en su vida y no pude por menos que sentir finalmente bastante pena.
Con tantos semidioses caminando por el mundo, nos corresponde a los cristianos en nuestra pequeñez ser valientes para seguir alimentando la grandeza de Dios. Eso es lo que se espera de nosotros aunque “otras razones” pretendan anular “nuestra razón”. Esto es lo que ahora sé mejor que hace unos días.
Así pues, tú que al igual que yo te reafirmas como cristiano,
dilo sin miedo. No hace falta gritar, nada se sostiene a gritos. Tampoco discutas, la discusión saca los peores argumentos. Simplemente, ¡Sé valiente¡ y deja a los juicios de los demás su propio desarrollo aunque sean ruidosos o meros ecos. Los tuyos podrán ser silenciosos pero muy serenos, y en la serenidad no dudes que es mucho más fácil encontrar…el equilibrio.