Hay tantas cosas que me gustaría escribiros en esta ocasión que, en fin, creo que necesitaría demasiadas páginas para mi sola de este periódico. Aún así, voy a tratar de aprovechar este espacio para hacer aquello que considero debo hacer de corazón y con profundo cariño.
Después de largo tiempo deseando conocer Almodóvar y a quienes leéis mis reflexiones mensuales, nacidas desde mis propias inquietudes personales, llegué a vuestro pueblo tan ilusionada como motivada.
Mi idea primaria, fue conoceros discretamente, sin hacerme notar, pero vuestro calor y hospitalidad me inundó desde el primer momento cuando D. Tomás os fue diciendo a muchos de vosotros quién era la muchacha de Valladolid que había venido con su familia.
Es raro sentir cuando se va a un lugar por primera vez la sensación de pertenecer un poco a ese lugar; sin embargo, en Almodóvar lo sentí, y no fue gracias a mí, sino a vosotros.
Disculpad si no menciono hoy aquí vuestros nombres uno por uno, no es porque no los recuerde, es que afortunadamente fuisteis muchos los que abristeis vuestros brazos amistosos a mi familia y a mí.
Fueron muchos los abrazos, muchas las palabras sinceras hacía mis escrituras, mucho el aliento para que continúe con mi colaboración en este periódico: fue tanto lo que recibí que mencionar a unos sí y a otros no sería pecar de menosprecio hacía algunos de vosotros sin merecerlo.
Me hicisteis sentir orgullosa, si me permitís un poco la vanidad. No alcanzaba a imaginar la proyección que tenía lo que escribía para vosotros. Ahora que lo sé, mi compromiso de continuar escribiendo para vosotros es aún mucho más firme y aún más íntegro si cabe.
Volví a mi casa con el corazón dividido entre el deber de estar donde se tiene organizada la vida y el deseo de estar allí dónde tantas muestras de cariño se ha recibido.
De Almodóvar me traje mucho más de lo que llevé, queridos lectores y ya amigos para mí; desde un libro y un bonito tapete de ganchillo, regalos que guardaré por siempre, hasta distendidas e interesantes tertulias y encuentros con vosotros en el Casino, un punto de encuentro al que ya planifico volver en cuanto pueda.
Estuve tan sólo tres días del mes de Marzo en vuestro querido pueblo pero, para mí, han sido uno de los más bellos capítulos de mi vida en los últimos tiempos. De corazón, en mi nombre y en el de mi familia…GRACIAS.
Y dicho esto, voy con la segunda parte de estas líneas; mi particular reflexión de este mes.
Pues bien, como el mes de Mayo está ya queriendo dar sus flores una vez más, hoy hablaré de ellas y de aquello que nos puede enseñar la naturaleza.
En cierta ocasión, mientras paseaba por una acera adoquinada, entre la ranura que dejaba la pared de piedra y el adoquín de la acera, vi asomar una flor.
Era chiquitita, apenas un tallo con dos hojitas a los lados y unos pétalos amarillos; sin embargo alzaba su tallo con cierta arrogancia, como queriendo sobresalir más y más de entre esa ranurita entre el suelo y la pared.
No había ninguna flor más, ni tan siquiera una brizna de hierba. Allí estaba solitaria la florecilla, seguramente enraizada en unos minúsculos granos de tierra o aprovechando algún hueco de la propia piedra, quién sabe. Pero, en su soledad, aparecía en cierto modo, lozana, se diría incluso que bonita a pesar de su sencillez, todo un contraste casi irreal en ese lugar.
Ocurre en muchos otros lugares cosas semejantes: En Almodóvar, a la entrada de la casa de San Juan de Ávila, un acebuche crece en un hueco de piedra en el cual, aparentemente, apenas tiene espacio en la piedra para albergar sus raíces, mucho menos capacidad para obtener de la poca tierra sustancias para su savia e incluso agua, sin embargo, allí crece, silvestre y sin enfermedad alguna.
A menudo, a mi tienda van personas a comprar plantas y bulbos para ponerlos en su jardín. Muchas veces me preguntan si darán flor o si agarrarán en el terreno.
Lo cierto es que, en las circunstancias más normales de buena tierra y abonado, una planta tiene todo a su favor para enraizar, crecer y dar flores, pero he aquí lo contradictorio de la vida misma y su modo de abrirse camino: que no siempre las mejores condiciones, dan los resultados esperados.
Suele ocurrir que, hasta en la dificultad, la vida e incluso la belleza, quiere germinar, mientras que en lo más propicio, el fracaso puede ser el resultado.
A la florecilla silvestre crecida entre piedras, posiblemente nadie la sembró. Nadie depositó su simiente allí.
La trajo quizá el viento, algún pajarillo entre sus patas o un insecto. Cayó por casualidad o porque, la naturaleza, caprichosa y al tiempo sabia, quiso que allí creciera para demostrar su poder y la enorme capacidad de adaptación que puede tener ante la adversidad, los obstáculos y el impertérrito empeño del hombre en construir y adoquinarlo todo.
Al acebuche, según me cuentan, un muchacho lo plantó allí sin sopesar seguramente la dificultad que iba a tener el arbolito a la hora de asentar sus raíces y crecer, pero igualmente buscó la manera de adaptarse.
Así somos nosotros, o al menos como debiéramos ser ante la adversidad; florecillas floreciendo entre piedras o acebuches adaptados en mínimos espacios.
Puede resultar curioso o incluso inverosímil encontrar una flor o un arbusto creciendo en lugares tan escasos de tierra, pero he ahí la enseñanza. Únicamente cabe fijarse en el hecho de que, ambas plantas, precisaron lo justo para salir adelante, igual que nosotros.
El problema de que no florezcamos con vigor, se debe muchas veces a nuestro empeño de retrotraernos cuando las cosas no nos son del todo propicias.
Vivimos pensando en conseguir todo aquello que nos ha de hacer la vida más fácil y más cómoda, incapaces muchas veces de asentar nuestras raíces porque nos pasamos media vida buscando mejor tierra, y, aunque florecemos, lo cierto es que no lo hacemos con plenitud.
Admiro a esas flores y arbustos capaces de crecer y florecer en recovecos porque, aún no siendo orquídeas ni camelias, ni portentosos olivos o nogales, sino flores y arbustos silvestres, son capaces de dar lo mejor de sí mismas con escasa tierra.
Admiro por tanto, a aquellas personas que, con lo justo, saben vivir, que florecen desde la humildad pero saben mantenerse erguidas al tiempo que dignas en un mundo de adversidades, rivalidades y superficialidad.
Conozco a pocas, realmente. Entre ellas, no me encuentro, lo reconozco pero, buen principio es saber que florecer en sí mismo, es ya todo un logro y en cualquier caso posible si hacemos a la adversidad nuestra aliada.
Somos semillas que Dios deposita en la tierra. A cada cual nos coloca en un lugar distinto para germinar, así pues, seamos flores o arbustos: florecillas o acebuches entre piedras, en parterres o en hermosos jardines, da igual, pero florezcamos. Eso es lo importante y lo que, al fin y al cabo, Dios, espera de nosotros.