En una de esas conversaciones fugaces que algunas veces alcanzamos a oír cuando pasamos al lado de alguien, tuve ocasión de escuchar algo que si bien no era de mi incumbencia, llamó mi atención.
La persona que hablaba era una mujer joven, al parecer con un problema acuciante, pues su voz, un tanto temblorosa, denotaba desesperación mientras hablaba por su móvil, pero en el instante fugaz que pasé por su lado y escuché lo que decía, su aparente desesperación adquirió una postura tan contundente que me dejó un tanto perpleja.
Gesticulando con la mano para poner aún más énfasis en lo que decía, la mujer exclamó: “¡ Pues claro que tengo miedo¡. Mucho miedo, pero si no tuviera miedo tampoco sería valiente y eso me hace ser fuerte”.
Sin un contexto más amplío de la conversación, escuchar algo así puede dejarnos indiferentes o provocarnos curiosidad. A mí me sucedió lo segundo, no voy a negarlo, pero me limité a continuar mi camino.
Fue después, en esos silencios en los que te quedas cuando tu mente parece querer darse la oportunidad de pensar, cuando pensé en la afirmación rotunda al tiempo que temerosa de la mujer.
Y pensé en el miedo, efectivamente. Esa sensación que aflora con mucha frecuencia. Algunas veces justificada, otras no tanto, pero en cualquier caso siempre acompañada de la vulnerabilidad, de la inseguridad, y cómo no, de la incertidumbre.
Yo he sentido miedo muchas veces. Quizá más de las que recuerdo o incluso me atreva a reconocer.
Me dan miedo las tormentas, sin ir más lejos, y cada vez que lo digo, siempre hay alguien que me dice en tono paternal que no son para tanto y que incluso son un fenómeno curioso de observar.
Sea como fuere, intento vencer ese miedo cada vez que en el cielo culebrean y retumban los relámpagos y truenos, pero no puedo evitar sentirme muy vulnerable e incluso estremecerme.
No obstante, entiendo que esa clase de miedo no deja de ser algo meramente puntual que no afecta a mi equilibrio emocional.
Hay otra clase de miedos que, efectivamente, someten a la persona a un pulso en el que únicamente con fortaleza es capaz de ganar la partida.
Y, he aquí dónde comienzan a entrar en juego esas “dificultades” que no nos gusten, esos obstáculos que nos frenen algunas veces, esas pérdidas que tanto nos desestabilizan emocionalmente, esos cambios inesperados en nuestras vidas…cartas de esa baraja que es la propia vida y que nos hacen tener malas jugadas.
La vida no es algo lineal, ni siquiera para quienes eligen vivir apartados del mundanal ruido, como suele decirse; tiene altibajos, recovecos, bifurcaciones…demasiadas bifurcaciones inesperadas con sus correspondientes decisiones difíciles o incluso arriesgadas.
Pero también pienso que aquí está, precisamente, lo apasionante de vivir, ser capaces de afrontar aquello que nos aparece a la vuelta de la esquina, así la vida nos someta a cambios duros o nos desestabilice emocionalmente perder algo de lo que tenemos.
El crecimiento, la superación, todo aquello que conlleva al hombre y a la mujer a ser mejor en todos y cada uno de los aspectos de su vida, solo se consigue enfrentándose a los miedos con valentía y, eso, efectivamente, también les hace ser más fuertes.
Cuando escuché a la mujer en su zozobra decir aquello que apuntaba al principio, pensé que tenía razones de peso para buscar dentro de sí misma el valor necesario para afrontar y vencer su miedo.
Pero al mismo tiempo me pregunté si yo era igual de valerosa ante mis miedos.
No tengo una respuesta fehaciente, creo que sería mucha presunción por mi parte afirmar algo que aún está por demostrar, porque una cosa es haber aprendido a convivir con tus miedos y otra bien distinta poseer una fortaleza determinada ante un temor fundado e incluso muy posible.
Sí puedo decir que, ahora, sé mejor lo importante que es no mostrarse pusilánime ante los problemas y miedos.
Lamentarse es derrochar un tiempo muy necesario para solucionar nuestros conflictos interiores.
Cuando se es creyente y se siente interiormente el convencimiento de que Dios camina con nosotros, los miedos también se depositan en sus manos.
Y cuando vas viendo que, de una forma u otra, Él te coloca donde corresponde, vas también siendo muy consciente de que tu actitud decidida ante tus miedos, te ha hecho crecer y por tanto más fuerte.
Hay quienes no se dan cuenta de esto porque en su desnudez espiritual y conocimiento interior, se ven débiles.
Y no es menos cierto también que, la insatisfacción, hace de las suyas, pues suele ocurrir que, superado un miedo, aparece otro para llenar de nuevo un hueco que, de repente, se quedó vacío.
Cuando coges la mano de Dios, el miedo dura lo que tardas en sentir que no estás solo e, inmediatamente, aflora una postura valerosa que, en lugar de menguarte, te hace crecer y fortalecerte.
Esta enseñanza, la expresa muy bien Tagore en uno de sus escritos:
“Señor, enséñame a orar no para obtener protección contra los peligros, sino para afrontarlos sin temor.
Enséñame a pedir no alivio a mi dolor, sino el valor para superarlo.
Enséñame a buscar en el campo de batalla de la vida, no aliados, sino mi propia fortaleza.”
Leído y asimilado este bello pensamiento, poco más cabe decir. Una vez más, nosotros elegimos; vivir con miedos y acobardados, o afrontar nuestros miedos con valentía y con la convicción de que Dios está junto a nosotros en la batalla de la vida.
Yo, personalmente, elijo la segunda opción aún siendo muy consciente de mi vulnerabilidad. Y, tú, ¿Cual eliges?. ¿Qué haces con tus miedos?