Acostumbro a contar historias a partir de esas pequeñas cosas que ocurren a mi alrededor, ya lo sabéis. Es un defecto de escritora, supongo, pero lo cierto es que gracias a ese defecto me doy la oportunidad de ver cosas que sin llegar a ser extraordinarias, me dan una visión más panorámica de la vida; de tal manera que en la singularidad encuentro casi siempre mucho de lo que aprender. Así pues, permitidme una vez más compartir otra historia con vosotros.
Acontecían esos días de fiestas patronales en Valladolid, ocasión que suele ser muy propicia para aquellos que acostumbran a hacer de la calle un improvisado escaparate en cualquier rincón y mostrar sus habilidades.
Fue, precisamente, en uno de esos rincones del centro de mi ciudad, donde apareció el protagonista de esta historia; un hombre bajito, de brazos súbitamente cortos y manos pequeñas, como si éstas hubieran querido romper abruptamente de esas extremidades a pesar de su malformación.
La primera vez que lo vi, sólo me detuve un instante a ver los objetos que depositaba en el suelo. Una maqueta de un avión, de una motocicleta y alguna otra cosa más que en ese momento iba sacando a cuenta gotas de un bolso.
Me llamó más la atención el hombre por su malformación que por los objetos que colocaba en el suelo. Me invadió ese sentimiento, tan equivocado, por cierto, que se suele tener cuando vemos a alguien con una discapacidad, el de la lástima, un sentimiento que tan sólo repara en lo que ve en superficie, es decir, un ser humano mermado y por tanto diferente.
Pero, una vez más, aquello venía con pretensiones de hacerme ver otra realidad, mejor dicho, lo que realmente había detrás de esas pequeñas manos.
Horas más tarde, volví a pasar por el mismo lugar donde estaba ese hombre. Era ya de noche pero la semioscuridad de la calle fue, precisamente, la aliada perfecta. En el suelo, el hombrecillo de brazos cortos y manos pequeñas, había depositado todos los objetos que al parecer llevaba en el bolso. Allí estaban más réplicas de aviones, de motocicletas, ceniceros, y lo que más me gustó a mí, unos pequeños luceros que centelleaban tenuemente gracias a la vela que tenían en su interior. Proyectaban una luz tímida, pero al tiempo dibujaban en el rostro de ese hombre unas líneas duras que lo hacían mostrarse serio, quizá demasiado serio.
Esta vez me quedé al pie de aquellos objetos un buen rato. No eran de materiales nobles ni piezas talladas en madera, ni orfebrería; se trataban de meros objetos obtenidos a partir de latas de cerveza y de refrescos.
Lo increíble, a parte de la enorme creatividad de ese hombre, era el modo en que movía sus pequeñas manos para manejar aquellos objetos. Daba la sensación de que, en cualquier momento, se le iban a escapar de sus dedos e iban a terminar estampados contra el suelo, pero su habilidad era tal que no sólo conseguía manejarse perfectamente, sino que además era capaz de crear con esas pequeñas manecillas a partir de una simple lata de coca cola o de cerveza, bonitas figuras.
Alrededor del hombre empezamos a quedarnos varias personas. Todos, secretamente, estoy segura, nos preguntábamos cómo era capaz ese hombre de brazos tan cortos y manos tan singulares de crear aquellas pequeñas artesanías a partir de una simple lata. La imaginación no parecía tener límites establecidos para un hombre aparentemente limitado por ese defecto en sus extremidades.
Algunas personas cogieron algunos objetos para observarlos más detenidamente y, mientras los observaban, él no hacía nada. Seguía serio, sin decir absolutamente nada. Nadie terminaba de saber si aquello que se alineaba en el suelo, estaba realmente a la venta, y si lo estaba, tampoco nadie sabía cuánto podían valer esos objetos. No había ningún precio marcado en ningún objeto.
Me decidí a coger uno de los luceros que tenía encendidos, y mientras lo observaba centellear en mi mano, le pregunté:
-¿ Cuánto cuesta?.
El hombrecillo, levantó la mirada y sin dar demasiada importancia a la cuestión me contestó:
– La voluntad.
Inmediatamente a la respuesta, aquellos que habían cogido las réplicas de una motocicleta o de un avión, enseguida vieron la ocasión de sacar partido al momento porque aquellas piezas eran toda una demostración de creatividad que no dejaban indiferente cuando las veías con detenimiento. Pensaron que por “la voluntad”, un concepto tan relativo por otro lado, podían llevarse a casa un objeto llamativo y original aunque fuese con latas de coca cola, de Aquarius o de cervezas.
Viendo el hombrecillo el percal y adivinando el pensamiento de algunos de los que estaban allí contemplando detenidamente sus pequeñas obras, se apresuró a decir:
-Esas figuras de ahí cuestan 20 euros, lo demás es la voluntad.
En ese momento yo pensé con el lucero en mis manos:
-¿Y cuánto puede ser la voluntad para llevarme este objeto tan sencillo, pero tan original al mismo tiempo?
Si estimaba el material del que estaba hecho, la verdad es que no valía gran cosa, pero si por el contrario valoraba la labor de esos brazos cortos y de las manecillas pequeñas de aquel hombre para trabajar esas latas y crear algo tan sencillo y bonito al mismo tiempo, la cosa ya tomaba otra consideración.
-Realmente, haces cosas muy bonitas con las latas, son de una imaginación extraordinaria, le dije sin dejar de contemplar el lucero.
Lo demás me gustaba, pero ese objeto, de pura sencillez, me encandilaba porque en él se perfilaba la delicadeza de quien lo había trabajado.
El hombre, con esa seriedad que no había dejado de tener en todo momento, sin dar demasiada importancia al asunto sentenció:
-Es fácil de hacer. No tiene nada…
Y se encogió de hombros al tiempo que se detenía más minuciosamente a colocar los objetos que la gente, una vez conocía el precio, volvía a dejar en el suelo.
-Bueno, eso de que no tiene nada, no es verdad. Todos sabemos qué hacer con una lata: tirarla a la basura, tú en cambio la reciclas y sacas cosas preciosas de ella con tus manos y tu imaginación…, le dije con ánimo de alentar su talento.
Y sin pensarlo más, saqué 5 euros de la cartera y le compré el lucero. Quizá mi voluntad no fue demasiada, o quizá si lo fuera, no lo sé bien, pero lo cierto es que en el rostro del hombrecillo, por primera vez vi un atisbo de satisfacción dentro de esa seriedad que le caracterizada.
Al tiempo de ponerme el lucero en mis manos, el hombre de manos pequeñas se tomó su tiempo en explicarme como debía utilizar el objeto. Con sus ágiles dedos, comenzó a desmontar el lucero para volverlo a montar y mostrarme así los pequeños secretos de un objeto tal vez sencillo, como ya he dicho, pero a todas luces, y nunca mejor dicho, original.
Cuando terminó su explicación, me entregó el lucero y casi en un susurro, alcancé a escucharle:
-¡Muchas gracias…!
Ese gesto, humilde al tiempo que agradecido, fue lo que definitivamente me dio pié a contar esta historia porque comprendí en ese momento que no había comprado un objeto, sino que había dado valor al buen hacer de ese hombre disminuido físicamente, no con demasiado dinero seguramente, pero sí con la voluntad de contribuir al modo en que había decidido ganarse un poco la vida.
Me quedé un rato más observando al hombre de manos pequeñas. Aquellos que le preguntaban con cierto interés, él se tomaba su tiempo en explicarles cómo hacía aquellos objetos. Después se sentaba de nuevo en un pequeño taburete y cabizbajo observaba sus pequeñas creaciones.
Y pensé a partir de esto en esos inescrutables caminos de Dios y la capacidad del ser humano de desarrollar sus capacidades a partir de sus dificultades.
Ver a este hombre trabajar con sus brazos y sus pequeñas manos para componer un objeto con latas vacías, es comprender sin demasiado esfuerzo cuán bella puede resultar la diferencia y cuánto puede Dios poner de genialidad en quienes nacen diferentes o con una limitación.
Este hombre pudo caer en la fácil actitud del tremendismo, como hacemos muchas veces aquellos que tenemos las facultades plenas cuando se nos tuercen las cosas, al vivir encadenado a la malformación de sus extremidades superiores; sin embargo Dios puso en sus manos un talento alternativo para darle la oportunidad de sobrevivir y por qué no decirlo, incluso de hacer útil y bella su minusvalía.
He aquí , pues, la belleza emergente de la dificultad que debemos admirar y sobre todo valorar. Yo la valoré con una modesta voluntad de cinco euros pero, como bien se dice por mi tierra y supongo que en muchos otros lares, “quien da lo que tiene, no está obligado a más”, y yo no llevaba mucho más en la cartera en ese momento, esa es la verdad.
Por cierto, esta articulo lo he escrito con el lucero del hombre de las pequeñas manos encendido durante buena parte de su redacción. Forma parte ya de mis objetos de escritorio. No sé lo que me durará, pero mientras dure dejaré que ilumine mis ideas para luego contároslas a vosotros. Al fin y al cabo, si como creo es obra de Dios en las manos de ese hombre, qué mejor que ese lucero para dar luz a mis pensamientos ¿no os parece?