- Para obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y, sobre todo y en especial, para los que ocupan, anónimamente, los bancos del templo…Ellos desempeñan los cargos más importantes; ellos son el rostro favorito de la Iglesia; ellos son “los pastores de a pie” que evangelizan con el ministerio de la sencillez y los últimos puestos; ellos son los auténticos transmisores de “la homilía de Dios.”
- Creo en la Iglesia de Mateo (Mt 9, 9-13). En la Iglesia de aquellos que se sienten pecadores (¡qué necesidad tienen los justos!). Una Iglesia misericordiosa y no una Iglesia limosnera, de cestillo y lamparilla.
- Creo en la Iglesia de los que no se consideran (o no consideramos) Iglesia (Mt 5, 43-48). La Iglesia de “los malos de la película.” Porque una Iglesia que sólo acoge y ama a los buenos… ¡qué merito tiene! Eso también lo hacen los publicanos y paganos…
- Creo en la Iglesia que no cree la madre de los Zebedeos (Mt 20, 20-28). Una Iglesia que sustituye el ambón por la palangana. Que proclama la Palabra de Dios de rodillas, pues una Iglesia que no vive para servir, no sirve para vivir.
- Creo en la Iglesia de la oveja perdida (Lc 15, 1-7). Una Iglesia que si, al último repique de campanas, no encuentra, entre sus fieles, al hermano perdido, lo deja todo y sale en su búsqueda, y cuando le encuentra y regresan… los otros noventa y nueve (los fieles de siempre) siguen allí y no miran la hora ni ponen cara de circunstancias, sino que se alegran del regreso del hermano extraviado.
- Creo en la Iglesia del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Una Iglesia manchada por el barro de aquel que se agacha para levantar al hermano caído; una Iglesia manchada por la sangre de aquel que venda las heridas del hermano abatido; una Iglesia manchada por la voluntad del Señor: ¡Id y haced vosotros lo mismo!
- Creo en la Iglesia del estanque de Betesda (Jn 5, 1-9). Una Iglesia que empuja al indeciso, una Iglesia que no se queda en el pasado (llevaba treinta y ocho años inválido) sino que en el momento presente, ahora, en este preciso momento “se moja las manos, los pies y el corazón” por el hermano y, juntos, se bañan en la aguas salvadoras de Dios.
- Creo en la Iglesia del joven que porta cinco panes y dos peces (Jn 6, 1-15). En la Iglesia de los pequeños grandes detalles. En la Iglesia de la abuela que ha lavado y planchado con esmero, cariño y amor la estola del párroco. En la Iglesia del monaguillo que, media hora a la semana, se siente la persona más importante del mundo. En la Iglesia del catequista que ha estado toda la noche sin dormir, porque sabe que Dios le va a prestar su voz y… ¡y eso son palabras mayores!
- Creo en la Iglesia de los amigos del paralítico (Lc 5, 17-20). En la Iglesia que porta al hermano enfermo, que carga con el hermano necesitado. En la Iglesia que, saltándose los protocolos, abre boquetes, rompe tejados y cree firmemente en la utopía… porque saben que Dios les está esperando, saben que para Dios (y para su Iglesia) nada hay imposible.
- Creo en la Iglesia de los discípulos de Emaús (Lc 24, 13-35). Una Iglesia que camina y, a pesar de los inconvenientes y zancadillas, continúa caminando. Una Iglesia que reconoce al Maestro al partir el pan… al partir el pan y al compartir el vino.
- Creo en la Iglesia del ladrón arrepentido (Lc 23, 39-43). En la Iglesia que abre sus puertas cuando todos los demás las cierran. En la Iglesia que acoge al hermano que la justicia humana ha sentenciado, y sabe que sólo en Dios, sólo en la Iglesia, encontrará una nueva oportunidad.