Si paso revista a mi vida de fe, pienso que en ellas se presentan varios hitos.
En un primer periodo, María es el centro de ella y, a través de la Virgen, me relaciono con Dios, como un Ser abstracto, pues no distingo claramente a las tres Personas de la Santísima Trinidad. Pienso que lo hacía con el Padre.
En un segundo paso, muy importante, empecé a conocer a Jesús, especialmente a través de los Evangelios; aunque el de San Juan he tratado tiempo en entenderlo, ahora es el que más me llena.
A través de Jesús encontré al Padre, diría que en el Padrenuestro y en la parábola del “hijo pródigo”, principalmente.
En una experiencia, de unos cincuenta años. Como miembro del Apostolado Castrense, con jóvenes, he encontrado que lo que les lleva a buscar su reconciliación con Dios, a través del sacerdote, es el Amor, el saber que el Padre les espera permanentemente a la vera del camino, para darles el abrazo del perdón.
Ha sido en estas obras de apostolado donde fui encontrándome con el Espíritu Santo.
Descubrí que convencían frases dichas fuera del texto que tenía preparado y que decía sin pensar en ellas, como si se hubiesen escapado. Cambios de programación impuestos por las circunstancias y que resultaban acertados. Pensaba que el Espíritu Santo estaba presente y me ayudaba en mi labor.
En el transcurrir de los años, me di cuenta que mi papel era el de ser un instrumento útil en manos del Espíritu Santo.
El Espíritu quería contar con mi colaboración y yo se la prestaba mejor o peor, pero, pienso que con buena voluntad.
Este hecho, el comprender que mi labor era de ayudar y comprender que la responsabilidad recaía en el Espíritu Santo, me permitió embarcarme en un número elevado de obras de apostolado, aparentemente con final incierto.
Suelo definir mis relaciones de apostolado con el Espíritu Santo de una forma gráfica: El Espíritu Santo “toca la corneta” y yo formo detrás de Él. Cuando Él echa a andar, le sigo y cuando se para, yo hago lo mismo.
Con esta teoría, yo diría que realidad, he participado en más de cien acampadas, como responsable.
La Campada es un movimiento del apostolado castrense similar al Cursillo de cristiandad, aunque suelo decir que se diferencian en un verbo.
El Cursillo de cristiandad se hace como se debe, con quien se debe, cuando se debe y donde se debe. La Acampada se hace como se puede, con quien se puede, cuando se puede y donde se puede.
De vez en cuando me planteo algunas preguntas sobre el Espíritu Santo: ¿es verdad que es el “gran desconocido”?
No lo sé, pero sí sé que sería el “gran ignorado”, porque si se le puede conocer, la verdad es que es necesario buscarle.
En la Biblia hay pasajes en los que contemplo cómo se me presenta el Espíritu Santo.
En las primeras líneas de Génesis se recoge:
“ En el principio ó Dios el cielo y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”( 1,1-3)
Dentro de aquel caos, se encontraba el Espíritu Santo, dice la exégesis patrística.
Otro pasaje me gusta mucho. Está recogido en la figura de Elías en el monte Horeb. La reina Yezabel desea su muerte y el profeta se ha retirado a una cueva de este monte.
Allí el Señor le dice:
“Sal y permanece de pie en el monte ante Yahvé”. Entonces Yahvé pasó y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante Yahvé; pero en el huracán no estaba Yahvé. Después del huracán un terremoto; pero en el terremoto no estaba Yavhvé. Después del terremoto, fuego, pero en el fuego no estaba Yahvé. Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, enfundó su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva” ( 1ª Rey. 19,11).
Podemos ver una escena muy distinta, en que se contemple la presencia del Espíritu Santo, es en Pentecostés.
Se recoge en libro de “Los Hechos de los apóstoles”:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos con un mismo objetivo. De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en que encontraban” ( Hech. 2,1)
En mis relaciones con el Espíritu Santo, siempre se me ha presentado como en el Génesis o en el monte Horeb a Elías.
He tenido que estar atento para captarlo, casi siempre después de que ha pasado.
Ahora, desde mis setenta y nueve años, vuelvo la mirada al transcurrir de mi vida y soy consciente de que el Espíritu Santo la ha ido dirigiendo, con un total respeto a mi libertad, con soluciones que, muchas veces, no estaban en mis manos.
Por otra parte, casi siempre he ido respondiendo a su llamada, sin ser consciente de ello en muchas ocasiones.
Sí puedo decir que he procurado hacerle caso.
Indudablemente todo acto de amor, desde el mayor hasta el más pequeño, es un regalo del Espíritu Santo.
Toda buena obra, que muchas veces exige “dar un paso al frente”, un renunciar a hacer lo que apetece, para hacer lo que se debe, también procede del espíritu Santo.
Todo aldabonazo que me da la conciencia, muchas veces, cuando menos lo espero, es obra del Espíritu Santo.
A la conciencia es fácil dormirla o distraerla, pero es prácticamente imposible hacer desaparecer.
Una cosa me resulta clara, la felicidad, la auténtica felicidad, la que se traduce en una sonrisa limpia y una mirada brillante, que permite hacerlo de frente, procede de aceptar la voluntad del Padre, siguiendo el soplo del Espíritu Santo.
He encontrado esa sonrisa y esas mirada en los bebés que ya reconocen y en las monjas y monjes de clausura.
También la he encontrado en muchas abuelitas con las que coincido en Misa o en la residencia.
Así mismo la he encontrado en los jóvenes que buscaban el perdón del Padre.
Siendo sincero, en otras muchas personas también la he visto, personas que, diría, están inundadas del Amor de Dios, del Espíritu Santo.