Quiero esta vez contaros un pequeño relato en forma de carta íntima que, siendo fruto de mi imaginación y creatividad, puede ser pura casualidad que de manera parcial o incluso con mucha aproximación haya sucedido en más de una ocasión en algunas personas.
No se trata esta vez de aprender algo, o quizá sí, eso os lo dejo a vuestro criterio, más bien me he propuesto hacer un guiño a nuestras flaquezas frente a Dios, unas flaquezas que, siendo honestos, de un modo u otro todos hemos tenido.
Sin más preámbulos, os ofrezco estas líneas que una vez más han salido de lo más hondo de mi corazón y pretenden reiterar mi gratitud por vuestra dedicación y entrega a mis pensamientos mensuales en esta revista.
Hola Dios, aquí estoy, escribiéndote hoy, sin saber muy bien por qué, quizá necesite hacerlo, no lo sé, o tal vez sea el único modo que encuentro para dar altavoz a ese eco interior que siempre me susurraba tu presencia en mí pero que yo, inconscientemente o por pura necedad, tantas veces ignoré.
Te he apartado muchas veces de mi vida, lo sabes, pero Tú, sin regañarme, ni tan siquiera haciéndome sentir cuan alejada estaba de ti, seguías esperándome con paciencia.
No ha sido plena mi fe en ti, y quizá pudiera decirte que no la perdí del todo, pero aún no mintiéndote creo que flaqueé demasiado, que no confié en esa mano que tú, silenciosamente, posabas sobre mi vida taciturna.
Tu sabes, Dios, que en nuestra torpeza al caminar, buscamos siempre los caminos fáciles, sin baches ni piedrecillas, sin cruces extrañas ni desniveles, y cuando somos jóvenes pensamos que todo camino que nos sale al paso es propicio para aventurarnos, sea o no sea el más adecuado; pues eso, en nuestro modo superficial de mirar en el horizonte, le quita su emoción.
Yo he vivido así, ya lo sabes, mejor dicho, he caminado hasta ahora así por la vida, por caminos que trazaron otros y que tomé yo también para ser como los demás, aventurándome en cosas a las que otros me inducían para sentir su aceptación, sin hacer realmente lo que debía hacer, sino lo que se esperaba de mí dentro de ese círculo en el que yo me movía.
Pero esto, mi querido Dios, no es lo que más me avergüenza, pues al fin y al cabo todos mis errores me han llevado a ti de nuevo, lo que verdaderamente me sonroja es la terquedad con la que empeñaba en seguir creyendo que podía vivir ajena a tus planes para mí, fraguando mi propio destino en mi imaginación únicamente sostenidos por mis anhelos, mis propios planes trazados por lo que creía merecer y que debía materializarse en mi vida.
Siempre deseé ser bailarina, tú me otorgaste un don, ese bello y plástico talento que mi cuerpo trasfiguraba en armoniosos movimientos, igual que una gacela ágil y esbelta brincando al viento.
Llegué a creer que tenía incluso alas en los pies.
Llegué a conjugar, casi rozando la perfección, la música con la plasticidad de mi cuerpo.
Bailé, sí. Bailé durante un tiempo, y creí que mi futuro estaba ahí. Todo parecía tan claro, tan propicio, ¡tan para mí!
Pero, me rompí.
Me quebré como una muñeca articulada a la que se le cae una pierna y nunca más consigue mantenerla fija sobre la articulación desencajada.
Y me hundí.
Me sumergí en una especie de abismo profundo donde ni tan siquiera me veía a mí misma, sino únicamente la sombra de lo que había sido hasta ese momento.
No te eché la culpa, Dios.
No lo hice, al menos no recuerdo que lo hiciera, pero sí te pregunté una y otra vez por qué me había ocurrido tal fatalidad cuando Tú mismo me habías otorgado ese talento y todo había sido tan consecutivo, tan de pura inercia, obteniendo incluso éxitos y consiguiendo metas.
Me parecía todo tan absurdo, tan sin sentido. Como si hubiera vivido para nada, y lo peor de todo, la amarga sensación de que, de repente, el horizonte había desaparecido.
Casi inmediatamente, perdí a mis padres en un accidente, y una vez más te pregunté hacia dónde estabas mirando, e incluso si realmente existías, todo fruto de la inconformidad con la que vivía conforme a cuanto me ocurría.
Pero Tú sabías, hoy lo sé, que yo llegaría hasta ti tarde o temprano, que finalmente me pondría en tus manos vencida por la ingravidez contra la que luchaba. Y tras reiteradamente preguntarte suplicante qué era lo que querías de mí y dónde te hallabas, yo, por fin, te escuché en mí.
Fue anoche. No podré olvidar ese momento.
La tenue luz de una farola iluminaba mi habitación seguramente como otros días, sin embargo, no me había fijado bien hasta ese instante.
Encima de una repisa, junto a varios libros, tenía un pequeño crucifijo. Siempre había estado allí, acumulando esas partículas de polvo que todo lo cubren de un fino velo blanquecino, pero anoche, la juguetona luz se posó en él, y como un incontrolable impulso, lo tomé entre mis manos y le soplé el polvo.
En cuestión de segundos, ese crucifijo pareció cobrar sentido.
Lo miraba y veía la minúscula figura de Jesús enclavado frente a mí como si quisiera ladear su cabeza para hablarme.
Y de nuevo, como un impulso, lo apreté entre mis manos y cerré los ojos. En ese momento, en ese preciso y revelador instante, tú, de una manera clara y contundente, comenzaste a hablarme.
“No me he ido nunca. Aquí estoy”, fueron tus primeros susurros en mi interior. Después, serenidad. Mucha serenidad y un reconfortante calor interno. “Deja que mi obra se haga en ti”, “ten paciencia”, “todo está por llegar”, fueron tus mensajes.
No pude decirte nada anoche, Dios. Simplemente pude llorar, no de amargura como otras veces, fue de otro modo. Creo que de esperanza más bien. Y así, también me quedé dormida.
Pero hoy, al levantarme y ver entrar por la ventana esa radiante claridad del amanecer, todo ha comenzado a ser distinto. Mi postura, mis emociones han sido nuevas, o mejor dicho diferentes.
He vuelto a coger el crucifijo en mis manos, he vuelto a apretarlo para sentir lo mismo que sentí anoche.
No ha sido así pero bien sé que hay momentos precisos y únicos que de repetirse dejan de ser tan especiales.
Y comprendiendo esto, a su vez he comprendido que para tenerte y sentirte presente en mi vida, no me hacen falta símbolos, sino únicamente creer firmemente que estoy en tus manos y que sabes hacía donde llevarme.
No sé bien cuál es el camino que has trazado para mí, pero ahora no me importa demasiado.
He sido bailarina, un logro que tuvo su final, amargo sí, pero no un punto final en mi vida. Ahora lo sé.
Por eso, al acabar estas líneas que hoy he querido escribirte, mi querido Dios, hoy saldré a la calle y caminaré con pasos nuevos, pues mis pies, efectivamente, no están rotos y nada me impide seguir caminando, dejaré que la vida, esa que tú me otorgas cada día que amanece, me lleve y me sorprenda.
Hoy siento de nuevo la esperanza, la ilusión…¡ tantas cosas de nuevo renacidas¡
Seguiré escribiéndote, y ojalá mañana, Dios, pueda escribir con mayúsculas: “Hola Dios, Soy yo de nuevo. Soy tremendamente feliz,¡ gracias¡”.