Esto, que voy a contar, sucedió, hace ya mucho tiempo, en un pueblo de la Mancha.
Juan era un rico terrateniente con una familia numerosa; le preocupaba ir viendo cómo sus hijos vivían cómodamente de las rentas, que generaban las distintas fincas, sin pensar en el futuro.
Frente al criterio de sus hijos de “Dios proveerá”, pensaba Juan que respondía mejor a la realidad el principio por el que había regido su vida: “a Dios rogando y con el mazo dando”.
Juan pensaba especialmente en la posible explotación de una finca, grande en extensión, de buena tierra, cuya única dificultad estaba en el elevado número de piedras, que contenía, y que había hecho que permaneciera inactiva desde siempre.
Juan comentaba con su mujer cómo sus hijos procuraban evitar la orden bíblica de “ganar el sustento con el sudor de la frente”. Eran buenas personas, no le daban disgustos, si se exceptúa su tendencia a buscar el trabajo fácil y conformarse con vivir de lo que su padre les proporcionaba.
Indudablemente el campo depende de dos factores, pensaba Juan, el primero: del trabajo del hombre; el segundo: de cómo se presente el tiempo, que es imprevisible.
Pero, el primero es totalmente controlable y, si se hace bien, el campo suele rendir buenos resultados. Una cosa está clara: sin trabajo no hay cosecha, por bien que se porte el tiempo. Y con trabajo siempre se sacará poco o mucho, pero, indudablemente, algo.
Una noche de finales de verano, Juan reunió a sus hijos y les comunicó que deseaba hacerles partícipes de un secreto de familia, que a él le había confiado su padre.
El abuelo, hombre ahorrador y dedicado al trabajo, había acumulado una buena fortuna, que convirtió en lingotes de oro.
Como había amenaza de guerra y era previsible una invasión extranjera, había enterrado un tesoro en el terreno que nadie iba a pensar, en la finca del pedregal.
Enterró el tesoro relativamente cerca de la superficie, a unos veinticinco centímetros, y murió sin haber comunicado el sitio exacto dónde se hallaba.
Lo que sí estaba claro es que ese tesoro valía, por lo menos, diez veces más que todo lo que poseían.
Juan animó a sus hijos, para que aprovechando el parón del verano, una vez recogida la cosecha y el principio del otoño, antes de las primeras lluvias y la siembra, buscasen el tesoro. Él no lo quería, pues con lo que tenía les bastaba a él y a su mujer para vivir cómodamente.
Los hijos, conscientes de la generosidad de su padre, decidieron buscar el tesoro; era una buena forma de asegurar su futuro y el de sus hijos.
Buscaron carretillas y azadas y se dirigieron al campo; concretamente a la finca del pedregal.
Realmente tenía bien ganado el nombre, pues abundaba en piedras de todos los tamaños.
Lo primero que había que hacer era limpiarla; así que aprovecharon las piedras para delimitar el campo con unos buenos márgenes.
Al principio, el trabajo les resultaba muy duro; no estaban acostumbrados y les aparecieron callos en las manos.
Sin embargo, una cosa era cierta, volvían a su casa cansados, pero contentos; comían con más apetito, tenían más cosas de qué hablar y se acostaban temprano, cansados, pues al día siguiente había que seguir trabajando.
Juan les escuchaba, les animaba y les felicitaba; comentaba con ellos lo felices que iban a ser cuando dieran con el tesoro; el trabajo habría valido la pena.
La madre se esmeraba en prepararles los platos que sabía que les gustaban más y descubrió que había cambiado los gustos, ahora querían comidas caseras y de mayor alimento.
Retiradas las piedras, tocó la vez a las hierbas, que, durante muchos años, se habían apoderado del campo.
Había que quemarlas con cuidado, aunque todo el campo de alrededor estaba desnudo y sólo se abrían surcos en él para plantar la siguiente cosecha.
Al fin el campo tomó cara de tierra de labranza.
Ahora sólo faltaba tener suerte y dar pronto con tesoro escondido.
Cavaban con entusiasmo y también con esperanza.
Charlaban entre ellos y con su padre y comentaban la buena calidad de la tierra.
La única pega es que parecía como si el tesoro se hubiese esfumado.
A principios del otoño terminaron de cavar todo el campo sin éxito.
Juan lamentó que hubiesen trabajado tanto para nada y, en vista de la situación, les hizo ver que podían proceder a sembrar de cereales el campo, pues ya se estaba haciendo en aquella zona.
Los hijos siguieron su consejo y, mientras sembraban, comentaban lo bien que se encontraban; había valido la pena el trabajo, aunque sólo fuera por lo mucho que habían ganado en salud y ganas de vivir al aire libre.
Ese año las lluvias llegaron a tiempo y fueron abundantes.
Las nieves cubrieron los campos y en la primavera empezaron a brotar las primeras hierbas verdes.
Los hijos se acercaban con Juan a ver cómo iba la cosecha y comentaban orgullosos el buen aspecto del pedregal.
En el pueblo se comentaba muy positivamente su trabajo.
Llegó el verano y del pedregal recogieron tanto grano como del resto de las fincas.
El padre se empeñó en que aquellas cosecha fuese para sus hijos, se lo habían ganado. Y, al regalársela, les hizo ver que realmente habían encontrado “el tesoro escondido”, que no era otra cosa, sino el trabajo honrado y bien hecho.
Todas las personas tenemos en nuestro corazón un tesoro de valor incalculable: “cumplir la voluntad del Padre”.
Este es un regalo que el Espíritu Santo nos hace de forma totalmente desinteresada, con una cosa añadida: fuerzas de su gracia suficientes para que podamos explotar plenamente ese tesoro.
Parte de ese tesoro es la oración, una riqueza sin medida; lo que es necesario y lo que vale de nuestra parte es la cantidad de amor que pongamos al hacerla.
Junto a la oración, atender y amar al prójimo, como desearía que él me atendiese y quisiera, y ese amor hacerlo porque estamos atendiendo y amando al mismo Jesucristo.
Y ser capaces de personar para que el Padre pueda perdonarnos.
Ser conscientes de que formamos parte del Cuerpo Místico, por lo que todo lo bueno que hagamos llegará a beneficiar a ese cuerpo formado por tantas personas.