Muchos son los títulos que se le han dado a San Juan de Ávila, tales como: “Predicador Evangélico”, que lo llamaba Fray Luis de Granada; “Director de almas”; “Regalo de Dios”, según el Sr Cardenal Rouco; “Sabio Maestro”; “Maestro de Evangelizadores”; etc, pero de todos, hay uno que ha sido el gran olvidado, no intencionada, pero sí realmente y es el de: “Gran Almodovareño”.
San Juan de Ávila influye no solamente en la Iglesia, debido entre otras cosas, a sus escritos y consejos, frutos de la oración constante ante el Santísimo, sino también, en su pueblo natal de manera permanente.
García de Diego, describe físicamente al Santo: “Aquella compuesta y venerable presencia del humilde sacerdote; aquél rostro sereno y descarnado de asceta, sereno, inmutable; aquéllos ojos grandes y expresivos, tornados en un suave recogimiento interior…y en fin, su voz timbrada, potente y sonora, habían de contribuir a hacer resaltar su soberana elocuencia”.
Hay, en esta descripción, aspectos que configuran la esencia del almodovareño, haciendo de ellos, personas trabajadoras y enamoradas de Dios, en las que cultura y misticismo se unen.
Santas mujeres y varones ilustres pasearon por nuestras calles, como San Juan de Ávila que, retirado en su casa, después de su experiencia con las “leyes negras”, va cincelando su alma sabiendo que “Quien a Dios tiene , nada le falta, solo Dios basta”.
Amor inconmensurable a Aquél que le da todo, que le proporciona el sustento necesario y le va guiando a la meta, sin miedo: Jesús, el Señor. Decisión fruto de la oración y del apoyo, ayuda y consejo de sus padres; del quehacer de sus vecinos. Reflexiones en las horas de siesta donde el calor aprieta hasta hacer temblar su cuerpo. Fe labrada en los días de siembra, y hoy corolada con el nombramiento de DOCTOR DE LA IGLESIA. Maestro universal de la fe.
El Sr Cardenal Rouco al definir la vida del Santo dice: “Si quisiéramos definirla, no podríamos hacerlo mejor que recordando el tan lacónico cuanto expresivo epitafio de su tumba: Messor eram. Fue un segador, en el sentido evangélico de la palabra. Y aún me atrevería a decir que más propiamente fue un sembrador. Exiit qui seminat seminare semen suum”.
Si Sevilla, Córdoba…etc fueron testigos de sus sermones y conversiones; Almodóvar del Campo lo fue de su nacimiento, de la infancia de un hijo único de familia acomodada, de un esforzado púber empeñado en encontrar y dar un sentido definitivo a su vida, de un misacantano que en nuestra parroquia de la Asunción, donde muchos de nosotros hemos recibido los sacramentos de la iniciación cristiana, celebró su primera misa en honor a sus padres.
Su vida como la de cualquier adolescente de Almodóvar: juegos, carreras y caídas por las mismas calles que nosotros, conversaciones y risas con los vecinos, preguntas y dudas juveniles, anhelos característicos de la edad.
Si el orden, constancia y voluntad son los elementos del éxito del Almodovareño, en él, éstas alcanzaron su máximo esplendor.
Almodóvar del Campo, se siente alegre y feliz al contar entre sus vecinos con un gran águila imperial que supo levantarse con garbo y contemplar desde muy arriba, la panorámica general que ofrecía la Iglesia Católica y así poder hacer frente a las necesidades y retos que la misma planteaba y plantea.
No cabe duda que San Juan de Ávila es de Almodóvar del Campo y desde aquí y para la universalidad se da San Juan de Ávila. Su ferviente ardor, elocuencia y fe en Dios, fue el barro moldeado en la tierra almodovareña.
Los recuerdos imborrables de San Juan de Ávila serían aquéllos, que al igual que a todos, nos quedan de nuestra infancia y adolescencia. Almodóvar del Campo fue su cuna. Almodóvar del Campo fue su juventud. Almodóvar del Campo es y será de y para San Juan de Ávila.
No hay mayor honor que ser de Almodóvar del Campo y si se compensa con el título de Hijo Predilecto más aún.
Me uno al Papa Pablo VI en su petición a San Juan de Ávila el día de su canonización en Roma: “que sea favorable intercesor de las gracias que la Iglesia parece necesitar hoy más: la firmeza en la verdadera fe, el auténtico amor a la Iglesia, la santidad del clero, la fidelidad al Concilio y la imitación de Cristo tal como debe ser en los nuevos tiempos”.