Si preguntamos a la gente, en general, y a nivel humano, cuál es su mayor aspiración en la vida, pienso que oiríamos cosas como dinero, trabajo para ellos, sus hijos y sus nietos, salud y así una serie de peticiones similares.
Estas peticiones desembocan en un concepto concreto: la felicidad. Al hacer esas peticiones inconsciente o conscientemente se busca la felicidad.
Con un hecho añadido, al haber encontrado eso que considerábamos como la culminación de nuestros deseos, descubriríamos que no nos llenaban, que parecían nuevos deseos y búsquedas de felicidad.
Porque hay una cosa muy clara, sólo en Dios encontramos la auténtica felicidad. S. Agustín resume lo que digo con esta frase: “Señor, nos hiciste para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
Recuerdo una acampada celebrada en el Valle de los Caídos ( la Acampada es una actividad religiosa similar a los Cursillos de cristiandad, para jóvenes militares)- A ella asisten soldados de la Academia de Infantería.
Recuerdo que a la Acampada asistieron dos soldados que no estaban bautizados. Tanto ellos como sus compañeros estaban en la Acampada como último acto antes de recibir el Sacramento de la Confirmación.
Monseñor Estepa, arzobispo castrense, los bautizó, les dio la Comunión y los confirmó en la misma ceremonia.
Aquellos soldados eran conscientes de encontrarse en gracia y en su cara se reflejaba la felicidad plena de ser hijos de Dios; estaban muy emocionados, llenos de paz y alegría; se veía en el brillo de su mirada.
A lo largo de mi vida he tenido experiencias, que yo diría que ha sido la Divina Providencia la que me ha proporcionado la ocasión de conocer a monjes y monjas de clausura, con cierta intimidad. En todos ellos he visto, como característica, una gran sencillez, una alegría limpia, una sonrisa permanente. Han encontrado la auténtica felicidad.
Jesús nos dice que tenemos que hacernos como niños para alcanzar el reino de Dios. Yo recalcaría: “hacerse como niños”, como algo distinto de “ser niños”; incluso precisaría más: “hay que hacerse como un bebé” sin malicia ninguna, que confía en todos y responde siempre con cariño.
En la Residencia donde me encuentro está Anita, a la que en una ocasión describí como el angelote que el Padre había querido regalarnos. Ella es la pura inocencia, se desvive por servir a todos, el encanta sentirse útil; repite con frecuencia: “aquí estoy muy bien”. Todos nos volvemos un poco niños con ella.
Si centro la búsqueda de la felicidad en la trascendencia, en seguir a Jesús como camino del Padre, pienso que puedo encontrarla viviendo las Bienaventuranzas y eligiéndolo no sólo como Camino, sino también como Verdad y Vida.
Es feliz “el pobre de espíritu”, porque no aspira a una mayor riqueza, son que se conforma con lo que tiene, sea poco o mucho, y ese poco o mucho es capaz de compartirlo con los que pueden necesitar ayuda.
Si me centro en mi vida, recuerdo que, durante mi niñez, nunca sobró el dinero en mi casa. Mi madre quedó viuda con 27 años y nos sacó adelante a mis tres hermanos y a mí perfectamente. Tenía las ideas muy claras, lo primero era la enseñanza y fuimos a los mejores colegios de Madrid; luego, la comida, siempre comimos bien; veranear lo hacíamos en Denia, de donde era mi padre, aunque viajábamos en tercera: lo más barato.
A lo largo de mi vida no he dispuesto de mucho dinero, aunque sí lo necesario, pues me amoldaba a lo que tenía, nunca me ha preocupado el dinero.
Me indican las Bienaventuranzas que hay que compartir el dolor con los demás y practicar la justicia.
He procurado atender al que lo necesitaba, esto hacía que mis problemas se hicieran más pequeños. Una cosa es cierta: Dios no me mandado ningún problema que fuera superior a mis fuerzas; con un hecho cierto: el Espíritu Santo siempre me echó una mano en los momentos difíciles.
Debido a mi profesión militar he tenido a mis órdenes a un número relativamente elevado de soldados. He procurado ser justo en mi mando, aplicando un concepto de justicia que a mí me servía. Justicia que se basaba más en lo que necesitaba cada soldado, que en lo que merecía, sin olvidarme de esto.
Recuerdo que un soldado se quejaba de que había favorecido a un compañero suyo “porque me caía bien”. Como era todo lo contrario, le pedí que me hiciera una lista de los diez soldados que me eran más simpáticos y otra lista en que figurasen los diez que me “caían peor”. Vi con satisfacción que hubiera acertado si hubiese cambiado las listas. En la primera lista figuraban los que me preocupaban más por sus problemas personales, de acuerdo con lo que me contaban sus compañeros.
“Dichoso el misericordioso”.
La misericordia es una de las virtudes que mejor define a Dios.
Leo en la Biblia que “Dios es lento a la cólera y rico en misericordia”. Confieso que tropiezo permanentemente con su misericordia. Todavía no he encontrado su cólera, y no porque no le haya dado motivos. Dios se muestra siempre ofreciéndome su perdón; sólo me pide que yo perdone a quien me ofende; si no lo hago impido que Dios sea misericordioso conmigo.
“Dichosos los limpios de corazón”.
Cuando se han cumplido ochenta años, uno puede darse cuenta de verdad qué encierra el dicho andaluz “to el mundo es bueno”. Yo suelo decirlo de otra manera: “Piensa bien y acertarás”. Puedo asegurar que casi siempre que he pensado bien, no me he equivocado, aunque no puedo decir que alguna vez haya acertado pensando mal.
No debo juzgar, por una razón: la imposibilidad de entrar en lo profundo de la otra persona para juzgarla.
Un hecho que me ha dado resultado es ponerme en el lugar de la otra persona y pensar qué hubiera hecho yo en su caso; me suele salir que algo peor; y, cuando veo que no, sólo me queda el remedio de dar gracias a Dios, que me ha regalado ese don.
También me recuerda esta dicha:”limpios de corazón”, que nos hagamos como niños, que tienen el corazón limpio.
Se ha celebrado la JMJ en Madrid; más de un millón de jóvenes han llenado sus calles con sus cantos y risas, les brillaban los ojos, han soportado vientos y chaparrones con la alegría de estar con el Papa.
En su vida cotidiana se dedican a estudiar, atender a los necesitados, cumplir la voluntad del Padre…, y todo esto lo hacen sin ruido, no los vemos, quizás, porque no los buscamos o buscamos poco.
Yo puedo aportar mi experiencia con un número elevado de jóvenes militares: siempre han respondido con amor cuando han comprendido que el Padre les ama de una forma infinita porque Él es el Amor, sí, Él es el Amor.
“Dichosos los que trabajan por la paz”
Es otra frase de las bienaventuranzas.
Podemos pensar que en un mundo lleno de guerras, poco o nada podemos hacer. Yo pienso que sí podemos hacer y ¡mucho! por la paz. Puedo hacer llegar la paz a los que me rodean, porque yo he encontrado, en mi corazón, la paz. Paz interior, que es un regalo del Espíritu Santo y que debo asumir, convencido de que la Divina Providencia me acompaña siempre y me regala tanto amor como soy capaz de recoger desde la paz que me da saberme hijo de Dios.