Durante la Semana Santa, siempre me ha gustado leer como si fuera un relato, la pasión de Jesús.
No es para mí un ritual ni tampoco una obligación auto impuesta para vivir con rigor este tiempo de celebración cristiana, es como una especie de necesidad inspirada por esas imágenes que durante la semana veo salir en procesiones en mi ciudad. Esos rostros de las tallas de los grandes imagineros castellanos, tan realistas en los detalles de dolor, no sé… siempre me han tocado de un modo especial obligándome a recordar todos y cada uno de los episodios de la Pasión tal y cómo nos han sido trasmitidos.
En mis sucesivas lecturas año tras año, las sensaciones casi siempre han sido las mismas. A ratos he sentido estremecimiento, otras profunda pena, y por qué no decirlo, también vergüenza del propio hombre porque, independientemente de las ideas, de las convicciones o de posturas existenciales y espirituales que cada cual pueda tener, el ensañamiento, la crueldad y el infringir dolor a un semejante nunca es justificable, al contrario, es absolutamente reprochable.
En aquel tiempo, Jesús vivió entre gentes necesitadas de respuestas, de esperanzas para encontrarle sentido a sus vidas; Él simplemente hablaba y caminaba entre quienes querían escucharle y seguirle, no obligaba a nadie, ni cobraba por ello. Eran palabras de Dios, sí, pero únicamente pronunciadas para quién, libremente, decidiera hacerlas suyas.
Esto, finalmente, hizo peligrar lo que ya estaba establecido, pero sobre todo hizo tambalear el poder que otros ya ejercían sobre el pueblo, tanto social como religioso, y como no podía ser de otro modo, hubo que quitar de en medio a ese molesto hombre al que ya muchos llamaban Mesías, azuzando y manipulando al propio pueblo con sus propios temores para que lo condenaran y le infligieran tan tortuosa muerte.
Ha transcurrido mucho tiempo, y no hay duda de que lo que aconteció resultó ser un tremendo hito para quienes nos hacemos llamar cristianos; la figura de Jesús, cómo vivió, lo que sembró entre las gentes y cómo murió, puede ser para algunos una somera historia, pero para muchos terminó siendo los cimientos sobre los que construir y albergar a través de los tiempos, toda una creencia profunda y existencial capaz de llenar el espacio espiritual que todos tenemos.
Sin embargo, hoy vivimos tiempos donde pronunciarse rotundamente «cristiano» es correr el riesgo de emplearse en no pocas cruzadas con quienes rechazan de plano todo lo que suene a religión, a Dios o, simplemente, a Fe.
Es cierto que, no se vive en aquellos días de Sanedrines ni de Pilatos lavándose las manos, ni de un pueblo ignorantemente manipulado, más bien al contrario; cultural e intelectualmente, la sociedad actual está en teoría más cultivada, más avanzada, pero pareciera que para «señalar» y «condenar» hubiéramos retrocedido a aquellos días.
La cruz en la que murió crucificado Jesús, se ha convertido hoy en un símbolo molesto que en algunos lugares debe eliminarse. A la iglesia se la juzga continuamente inclinando siempre la balanza en sus errores y nunca en sus aciertos, y muchos cristianos terminamos acobardados y vivimos nuestra fe en silencio para evitar críticas y discusiones.
No sé, tal vez quepa pensar que el hombre, independientemente del tiempo en el que viva, no esté lo suficientemente preparado para hallar la verdad y, en su dificultad de hallarla, se termine topando con un vacío existencial tan amplio que el único modo de llenarlo sea cuestionando a quienes quieren mostrarle el camino.
A Jesús durante su Pasión, le cuestionaron, le ridiculizaron, le torturaron y finalmente, lo mataron. Creyeron con esto que todo terminaría aquí, pero lo que nunca se pensó es que Jesús con su muerte, iba a vivir más en el corazón de la gente. Lejos de acabar con la verdad, de acallarla y aplacarla con la crueldad de la crucifixión, se tornó más reveladora y más grande entre los seguidores de Jesús, porque a partir de ese momento se propusieron difundirla y promulgarla a través de los tiempos.
Así debemos ser también nosotros los cristianos; nos pueden cuestionar, ridiculizar…pero no debemos quebrar ni tambalearnos ante los envites de quienes se niegan a sí mismos la oportunidad de encontrar la verdad, el sentido amplio de la vida más allá de su existencia, el espíritu que habita en cada uno de ellos y que no es otra cosa que Dios mismo.
A nosotros nos corresponde continuar con ese legado, el que dejó Jesús mientras vivió entre los hombres y el que convirtió en divino con su Pasión, Muerte y Resurrección.
Así pues, que esta Semana Santa sea la renovación del compromiso que nos une a Dios a través de Jesús y el enorme sacrificio que hizo por nosotros los cristianos a pesar de la hilaridad y la terquedad de una sociedad que, del mismo modo que rechaza símbolos de la cruz en las escuelas utiliza la Semana Santa para fomentar el turismo y obtener pingües beneficios.
Aunque, bien pensado, no nos corresponde a nosotros juzgar estas y otras muchas contradicciones de la sociedad actual; dejemos a Dios lo que es de Dios.
Buena Pascua a todos.