Me llama la atención la brevedad con que se exponen las Bienaventuranzas en los evangelios y la sencillez con que se expresan. Sirven para los teólogos más profundos y par la gente más sencilla. A nivel humano son poco atractivas, pero si se desea seguir a Jesús, como Camino hacia el Padre, resultan claves.
En la Virgen María se encuentra la máxima expresión del cumplimiento de las Bienaventuranzas.
Bienaventurados los pobres de espíritu…
Dios elige como Madre de Jesús a María, una joven que vive en Nazaret-aldea de Galilea. María es pobre y José, su prometido, también.
Nace Jesús en una cueva, en Belén, y María lo acuesta en un pesebre. Cuando lo presentan en el templo, sus padres ofrecen el sacrificio de los más pobres: un par de tórtolas.
Luego, Jesús dirá que él «no tiene donde reclinar la cabeza».
Muere despojado de todo y es enterrado en un sepulcro prestado.
María acepta la pobreza como proveniente de la voluntad del Padre.
Bienaventurados los que lloran…
María conoce desde el principio el dolor: durante su embarazo tuvo que sufrir por José hasta que un ángel le hiciera ver a su prometido que el Hijo, que esperaba, era obra del Espíritu Santo.
María compartiría el llanto y el dolor de sus vecinos ante la muerte de seres queridos.
Simeón le anuncia cuando presentan al Niño en el Templo, que una espada atreverá su alma. Sufrirá en la huida a Egipto, al conocer José por medio de un ángel que Herodes deseaba la muerte de Jesús.
María sufre buscando a Jesús tres días, cuando el Niño se queda en el templo «para atender las cosas de su Padre». Ya, en la vida pública de Jesús, le llegan noticias preocupantes de cómo fariseos y sacerdotes desean acabar con la vida de su Hijo.
En la pasión y muerte de Jesús llega a la culminación su dolor.
La Iglesia la reconoce corredentora con el Hijo.
Dichosos los mansos…
María nos ofrece una perfecta definición de la humildad en el «Magníficat», que recita ante su prima Isabel: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones…»
Pero, estas palabras van precedidas por esta frase: «Proclama mi alma la grandeza del Señor…porque se ha fijado la humildad de su esclava«-
Podríamos resumir las palabras de María en «nada soy en mí misma, pero todo lo soy en el Señor»-
María guarda en su corazón lo que no entiende, ha elegido libremente ser la esclava del Señor y lo lleva hasta las últimas consecuencias.
Dichosos los misericordiosos…
María es absolutamente misericordiosa, como Madre de Jesús y Madre nuestra. Encontramos su misericordia en las bodas de Caná, por ejemplo. Allí estaban invitados la Madre de Jesús y, junto a Él,sus discípulos. Se acabó el vino y la Madre de Jesús intervienen para que Jesús haga un milagro.
Dichosos los limpios de corazón…
María es Inmaculada, no ha habido en ella ni sombra de pecado. El Padre quiso que la madre de su Hijo fuera totalmente pura; el Espíritu buscó una «esposa Inmaculada. Así lo recogió la Iglesia en el dogma de la Inmaculada Concepción: concebida sin pecado desde el primer instante de su concepción en atención a los méritos de Cristo.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia…
La Virgen Madre de Jesús compartió con su Hijo las persecuciones que Él sufrió, sabiendo que él era Inocente.
Cuando José comunica a María que tienen que huir a Egipto no cabe mayor persecución, mayor que si ella hubiera sido la perseguida.
Cuando Jesús comienza su vida pública y llegan a María noticias de que los fariseos y sacerdotes desean la muerte de su Hijo, se sentirá perseguida en lo más profundo de su corazón.
Y, cuando se enfrenta a la pasión y muerte de Jesús, sufre en su corazón mil pasiones y muertes. Todo lo acepta porque ésta es la voluntad del Padre.