Se dice que «un santo triste es un triste santo».
En algún sitio leí que San Juan de la Cruz era una persona alegre. Cuentan que San Francisco de Asís, cuando encontraba a un fraile con melancolía, lo llevaba con él y no paraba hasta hacerle sonreír.
Podemos preguntarnos si la sonrisa está reñida con la tristeza. Yo diría que no, que son totalmente compatibles. Creo que la sonrisa está enfrente de la desesperación, de la melancolía, de la no aceptación de lo que la vida nos ofrece, no ante el dolor. Ante el dolor de la pérdida de un ser querido o ante el dolor de una persona, sólo cabe compartirlo, procurar aportar paz; será un momento para escuchar, guardar silencio, estar próximo, hacer que hable el corazón.
Ante las buenas noticias que reciben otros, habrá que sonreír, alegrarse de verdad, felicitarle, escucharle, dar gracias a Dios.
A lo largo de mi vida, ya larga, me he encontrado con dos sonrisas: «la del conejo» y «la del corazón».
La «sonrisa del conejo» nace en los dientes y muere en los labios, no le acompaña la mirada; muchas veces es estereotipada, forma parte de lo que, en ese momento, es lo correcto; acompaña a lo que conviene decir, aunque el pensamiento vaya por otro camino. En muchos casos es conveniente, permite evitar un tema que puede no ser agradable. Es la sonrisa que podíamos llamar «políticamente correcta». Es necesaria para los presentadores y presentadoras de programas de televisión montados para entretener al público La necesita el político o el hombre público, cuando se mueve entre la gente.
La «sonrisa del corazón» es por completo espontanea; nace de un sentimiento de amor, de cariño; nace sin que seamos conscientes de ella. Se traduce en un brillo especial de la mirada y en una sonrisa abierta de la boca, seguida de una carcajada, si corresponde.
Jesús nos dice que «nos hagamos como niños». Podríamos traducirlo en «sonreír como niños pequeños, en los que todavía no ha entrado la desconfianza: para los que todo el mundo es bueno y les quiere.
Recuerdo a una madre joven; llevaba a su hijo frente a ella sentado en sus rodillas; íbamos en un autobús lleno de gente, entre un tráfico abundante.
Se miraban y se sonreían completamente ajenos a lo que pasaba a su alrededor. Madre y niño vivían en su propio mundo de amor.
Me gustaría pararme en las sonrisas de Jesús; tuvieron que ser abundantes; tenía el corazón inundado de un Amor infinitivo y este Amor se reflejaría en sus ojos y en su sonrisa.
También tendría momentos de profunda tristeza, indudablemente.
¡Cuánto sonreiría y cuánto reiría con María y José durante su niñez y a lo largo de su vida con ellos!
Sonreiría a las personas que vinieran a encargar algún trabajo, con las amigas de María cuando le acompañase por agua, en su niñez; con los otros niños de Nazaret con los que jugaría de pequeño.
Ya, en su vida pública, sonreiría a la multitud que le seguía, que se acercaba a Él para escucharle o en busca de un milagro.
A la hemorroisa, que se acerca a tocar su manto y queda sanada; al paralítico de la piscina de Jerusalén; al ciego Bartimeo, cuando le devuelve la vista.
También cuando atendía a leprosos que le pedían curación; todo el mundo los rechazaba y Jesús se acercaba a ellos: lo recibirían titubeantes, necesitaban su sonrisa para tranquilizarse.
Hay un pasaje especial en lo evangelios: unos niños se acercan a Jesús y los discípulos quieren echarlos; Jesús se opone. ¿Qué habrían visto los niños en Él para decidir acercarse? Lo normal es que los mayores rechazan a los niños en los lugares públicos.
Tuvo que ser una sonrisa profundamente acogedora de Jesús lo que atrajera a aquellos niños.
Jesús sonreiría a Zaqueo cuando se invita a comer en su casa. Durante la comida y, de una manera especial, cuando Zaqueo le promete repartir de sus bienes entre los pobres y devolver cuatro veces lo que hubiese defraudado.
Un joven rico se acerca a Jesús y le pregunta qué debe hacer para ganar la vida eterna. Jesús enumera los mandamientos.
El joven declara que los cumple desde su niñez. Jesús le mira con cariño y le sonreirá: sólo le falta vender todos sus bienes, dar el dinero a los pobres y seguirle.
El joven se va triste y Jesús le mirará con pena.
Sonreiría Jesús, desde la cruz, al «buen ladrón», cuando le prometiera el paraíso para aquella tarde. Y a Juan y a María, cuando se la diera a Juan por Madre y a ella a Juan por hijo y con él a todos los hombres.
También la Virgen María sería una persona sonriente y, con una sonrisa, recibiría al arcángel San Gabriel. Se presentaría a su pariente Isabel sonriente y también al recitar el canto del «Magnificat».
María recibiría sonriente a los pastores y a los magos.
Sería una sonrisa permanente para Jesús y para José.
Pediría a su Hijo sonriente que arreglase la falta de vino en la boda de Caná.
Sonreiría a Dimas, el buen ladrón, cuando su Hijo le ofrece la salvación.
Me llama la atención la permanente sonrisa y risa de los monjes y monjas contemplativas; una sonrisa que la provocan las cosas sencillas.
Encuentro sonrisas, llenas de cariño, en las abuelitas con las que coincido en la Parroquia y en los residentes con quienes convivo.
Están siempre sonrientes las personas que nos atienden en la Residencia y, de una manera especial, cuando lo hacen a los que están limitados mentalmente.
Son sonrisas que les salen del corazón, porque sólo el corazón les puede mover a darnos tanto cariño y a atendernos con tanta delicadeza.
Tenemos también que agradecerles que nos regañen alguna vez a los que estamos bien de cabeza; lo hacen como lo harían con sus padres y abuelos. Luego, vuelven enseguida a la sonrisa.