Con el tiempo de adviento que acabamos de estrenar, nos introducimos en un nuevo año litúrgico en el iremos contemplado los misterios de la vida de Cristo, para continuar configurando los tiempos nuestra vida con Él.
Cada tiempo litúrgico es un paso más hacia nuestra incorporación total en la Pascua del Señor. Esta es la perspectiva inicial que nos brinda la Palabra de Dios durante las primeras semanas del adviento, dando continuidad a la que nos ofrecían los últimos días del mes de noviembre: estar preparados para el momento en que el mundo recibirá la última venida del Señor.
Toda la vida cristiana es un adviento: la espera de una venida deseada; el inicio de un encuentro ansiado y aún sin consumar; una carrera en la que el Señor y cada uno de nosotros –como los enamorados- corremos el uno hacia el otro para darnos el abrazo de los que se quieren y desean vivir siempre juntos.
El adviento nos invita a purificarnos, a quitar todo aquello que nos impide recorrer esa carrera y debilita la fuerza imantadora del amor. La primera venida de Cristo en la Navidad da prueba de la segunda, de la definitiva. Nos da la certeza de que el que nació para salvarnos, consumará su obra. Su amor inagotable y su vida indestructible abarcarán el mundo y todo lo humano llevándolo a su plenitud y a su perfecto acabamiento en Cristo. Y al final de todo podremos decir: ¡Estamos salvados! ¡La vida ha merecido la pena!
Desde esta «omega» de la historia con la que da comienzo el adviento, poco a poco, iremos acercándonos al misterio de Belén para contemplar la manifestación del Dios humanado: el que ya ha venido, viene y vendrá. Y gracias a que vive porque ha resucitado, podremos descender hacia el interior de Cristo hasta llegar al momento de su nacimiento, para agradecerlo, para acogerlo y para hacer renazca en esta hora de nuestras vidas. Sólo renace lo que vive.
Preparaos, hermanos, porque volveremos a soñar.
Recuperaremos nuestro corazón de niños y sentiremos muy cerca la presencia y el calor del Buen Jesús: el Niño de la historia que recuperará en nosotros las calidades más nobles de nuestra niñez y la blancura de nuestra infancia espiritual. Él llenará los huecos que nuestra torpeza de mayores dejó vacíos de Presencia y Amor divinos.
Y, así, volverá a ser de nuevo Navidad.
Buen Adviento y ¡feliz Navidad!