El regateo, llamase a la acción que inicia un comprador cuando, al verse motivado por una determinada compra, demanda una rebaja en el precio al vendedor, una especie de juego tácito en el que o bien el vendedor se niega de principio o propone un precio intermedio.
Hay lugares en el mundo en el que esta táctica o juego, se sigue practicando como una tradición en mercadillos y zocos, de tal manera que incluso puede resultar toda una ofensa para las costumbres del lugar no regatear.
No voy a quitarle su tinte cultural y costumbrista al regateo allí donde se considera normal ejercerlo, pero en el contexto social en el que personalmente me muevo, esa costumbre me resulta patética, de mal gusto, pero sobre todo muy poco respetuosa con el valor que las cosas en sí mismas tienen, amén de la mala impresión que mutuamente surge entre vendedor y comprador, al primero por insinuarle que es un carero y al segundo porque deja entrever cierta tacañería.
Y lo digo por pleno conocimiento de la causa. A menudo, en mi trabajo detrás de un mostrador, me toca enfrentarme a avispados regateadores y regateadoras ávidos de arañar en el precio de algún artículo sin que sean plenamente conscientes de la pobreza que me demuestran, y no material precisamente, sino como personas.
Lo cierto es que no sucumbo a este juego, por principios y por justicia principalmente, pues entiendo que no son mejores clientes ni merecen más privilegios que cualquier otra persona que entre en mi establecimiento, y si fueran conscientes de esta realidad, seguramente se sentirían bastante ridículos consigo mismos; sin embargo, van así por la vida, regateando al tiempo que demuestran una absoluta desconsideración por el valor de las cosas, no sólo por lo que valen económicamente hablando, sino por el trabajo que conlleva obtenerlas, darles forma, vida, interés, utilidad…
Lo peor de ciertas maneras y formas de ir por la vida es que no sólo se ciñen a cosas tan cotidianas como comprar. Cuando yo te pregunto si tú ¿regateas?, no me refiero sólo a ese «dime cuánto vale, pero dámelo por menos», sino a otra actitud igualmente tacaña y pueril; la de querer obtener lo que se cree merecer, pero regateando esfuerzos, eludiendo responsabilidades, compromisos, escatimando sentimientos…
En la vida todo es extrapolable, todo es una metáfora de la que interpretar sentidos y contrasentidos. Quizá pueda no ser comparable regatear en el precio de unos tomates en un mercadillo de frutas a regatear en el trabajo, o incluso en el amor, ¡son cosas diferentes!, pensareis de inmediato, incluso no comparables…
Pues sí, son aspectos bien diferentes, sin embargo tienen en común la pobreza de espíritu, la absoluta enajenación de los sentimientos de otros, del trabajo de otros, del esfuerzo de otros… Cuando pretendes comprar unos tomates a un frutero porfiando su precio, estás obviando todo el esfuerzo que ha costado producir esos jugosos tomates para llegar a la frutería y posteriormente a tu mesa.
Cuando vas a tu trabajo e igualmente porfías con tus tareas, estás obviando todo lo que ha costado y cuesta mantener ese organigrama laboral que te da tu salario.
Cuando porfías con la amistad o la eludes, obvias todos los sentimientos anteriores que la forjaron.
Y. qué decir del amor, hay grandes regateadores del amor, aquellos que no se entregan plenamente, que toman cuando necesitan pero escatiman sus sentimientos y encima exigen ser felices.
Y con Dios…¿ Qué ocurre con Dios?. Con Él, muchos podemos ser grandes maestros regateadores. Porfiamos de la fe, eludimos una oración, obviamos el agradecimiento, por el contrario, le increpamos ante nuestras desdichas y flaquezas…
¿Qué tiene pues de bueno el regateo?. No le veo ninguna bondad, lo siento. Es una práctica que resta valor a las cosas, a las importantes, a las cotidianas, y por añadidura para un cristiano, a su fe en Dios.
Y así de esta manera, poco podemos avanzar para que esta sociedad funcione más equitativamente. Así pues, piensa, pregúntate si tú…en todo lo que puede ser importante y de valor, le regateas a la vida.
Contéstate sinceramente, porque, en definitiva, es por dónde todos debemos comenzar para ser mejores personas ante nosotros mismos y para los demás.