Vamos a recordar durante nueve días a todos nuestros seres queridos, que partieron de este mundo y de nuestro lado. Haremos esta memoria en la celebración de la Eucaristía, presencia invisible y real de Cristo Resucitado. Qué fuerte sería recordarlos como desaparecidos y apagados para siempre en la oscuridad de la nada.
La muerte y el dolor son componentes esenciales de nuestra existencia. Según sea nuestra actitud mental y cordial ante ellos, así será nuestra reacción sentimental ante la pérdida de un ser querido o ante el sufrimiento.
Quien se coloca ante la muerte desde una postura agnóstica o atea, tendrá que concluir que la vida es un absurdo y una mentira.
Quien, desde la experiencia diaria de la fe, va experimentando con los sentidos del alma despiertos, la presencia de Dios en la vida y en la muerte, sentirá humanamente el dolor, pero verá y sentirá que todo está en las manos de un Dios- Padre, Providente que dirige y sostiene nuestra vida y nuestra muerte, como paso a una vida diferente.
En una publicación que se hizo en nuestra ciudad en las fiestas de septiembre (fiestas patronales) pasadas, comentando la muerte prematura de una persona querida de Almodóvar, a alguien se le ocurrió escribir lo siguiente: “Contingencias como ésta son las que hacen removerse los cimientos morales sólidamente asentados en fervorosos planteamientos religiosos…Yo no querría un dios tan “ocurrente” que perpetra tan execrables injusticias como la tuya. Con un dios como éste, ¿para qué queremos al diablo?”.
No sé desde qué postura (agnóstica o “creyente”) se escribe esta frase. Porque si no se cree, ¿para qué hablar de Dios ante una muerte? Y si se es creyente, si se vive diariamente la fe como una vivencia interior, si se asiste cada día o semanalmente a misa no como un acto social y cultural, sino como lo que es: comulgar con los sentimientos y la presencia de Cristo resucitado; si cada día se tiene el don de poder hablar y oír y ver con los sentidos interiores del alma a Dios vivo; la muerte será un acontecimiento doloroso, pero no me “remueve los cimientos sólidamente asentados de la fe”. Precisamente la fe hace que esos cimientos sean lo que son: cimientos fuertes, y hacen que la vida y la muerte sean vistos con la confianza de un niño que se abandona en las manos y el corazón de un Dios Padre, que no me castiga con la muerte, sino que me espera a través de la muerte. Con un Dios como éste, el diablo es otra cosa.
“Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”, dijo Jesucristo. Sus discípulos le decían: “Señor, auméntanos la fe”.