Después de ver en un telediario, no sé cuántas veces en menos de diez minutos, el video de una agresión violenta de un individuo a una joven ecuatoriana en un tren, me hice la siguiente pregunta: ¿Por qué un individuo, sin conocer de nada a otra, siente el impulso de pegarla con saña? Tal vez, ¿Por una simple mirada? Quizá ¿porque le parece fea, gorda, bobalicona, débil?
El agresor de esta pobre muchacha, en unas declaraciones que salieron seguidamente en ese mismo telediario, dijo que se “le fue la olla” porque iba borracho. ¡Qué alivio! Eso lo disculpa todo.
La chiquilla de dieciséis años, sólo se llevó la golpiza porque, en fin, tuvo la mala suerte de compartir vagón con un borracho y con otro viajero que, impasible, entendió que la cosa no iba con él, afortunadamente.
Pero sin duda, lo que mejor le disculpaba a este agresivo “a causa del alcohol”, era la opinión que tenía la gente de su entorno. Un joven de 21 años, normal a quién no se le atribuía ese tipo de comportamiento.
Fue entonces cuándo, empezó a surgirme la gran pregunta:
¿Qué se considera normal?. Alguien que se sube a un metro y se lía a hacer tocamientos y a propinar patadas a una muchacha de dieciséis años, muy normal no es. Tal vez para sus vecinos, amigos y familia lo sea, pero para alguien ajeno a su entorno es, un energúmeno de los muchos que andan por ahí embistiendo contra todo lo que no les gusta. Y eso si que es habitual, que no normal, ¡ ojo¡. Iluminados y pendencieros que obedeciendo a saber qué dogmas, cuándo ven un hombre de color, un extranjero, una muchacha morena o cualquier otra particularidad que su cuadriculada mente no concibe con naturalidad, se lía a golpes hasta resarcir esa efervescente vena violenta que les riega el cerebro.
Este tipejo en cuestión, personalmente dudo que fuera borracho. Quizá con algún opiáceo en el cuerpo, lo justo para sentirse el rey del mambo y ver la vida desde un prisma tan distorsionado que en los dedos se le antojaran huéspedes. O es posible que ni eso. Que simplemente tuviera un cabreo de tres pares por algún asunto y a falta de piedra con la que darse, se lió a dar patadas a quién le miraba con extrañeza desde un asiento de tren.
Al violento, pocas excusas le hacen falta para montar su brutal numerito. Pero la cuestión que a mí me preocupa, visto lo visto, es el porqué de tanta violencia gratuita. El porqué de toda esa agresividad manifiesta que anida en mentes tan jóvenes.
El otro día, mi hijo mayor estaba enfrascado en un video juego de la Play Station. Me quedé mirándole durante un rato. Un tipo robusto, de repente se montaba en un coche y sin miramientos se llevaba todo por delante. Bocas de riego, papeleras, incluso gente. Después se bajaba y se ponía a correr como un loco y con pistola en mano disparaba a todo lo que se meneaba. No entendí el sentido del juego, pero la dosis de violencia implícita era más que evidente.
Le pregunté a mi hijo:
– Oye, ¿ y que sacas de ese juego?
– Ay, mamá. No empieces. Es un juego, me contestó.
Un juego, sí. Precioso, aleccionador, todo un alarde didáctico de buena conducta y comportamiento, me dije.
Evidentemente, la primera culpable de que mi hijo juegue con semejante juego, soy yo. Y lo acepto. Créanme, he tratado de escondérselo, de impedirle incluso que juego con él por ese imperativo que aún puedo ejercer como madre de un menor, pero no hay tu tía. Se va a casa de un amigo a jugar a ese o a otro juego parecido, momento en el que me doy cuenta de que, como mi hijo, son muchos los que se pasan horas y horas delante de ordenadores y consolas jugando con juegos de ese calibre, juegos con alto contenido violento que invitan a comportarse por unas horas como un personaje duro, rudo, irascible, rompedor…, juegos que muy astutamente, son catalogados y recomendados para mayores de dieciocho años pero que a la hora de la verdad, están para lo que están: para ser vendidos a quién quiera comprarlos, y si consigue ser de los más vendidos, mejor. Da igual quién lo compre, quién juegue con ellos y en las manos que caiga.
¿De qué podemos extrañarnos entonces cuando vemos a un joven de 21 años pegarle a una muchacha, a un anciano o a un perro?. Es lo que ha aprendido en sus ratos de ocio.
Cada vez me reafirmo más en lo que he reiterado es más de una ocasión: vivimos en una sociedad de dobles raseros. Nos llevamos las manos a la cabeza cuándo vemos algo atroz en televisión o en una noticia del periódico, sin embargo no reparamos en los detonantes de tales atrocidades, condicionados más de lo que nos paramos a pensar en nuestra forma de educar, valorar y consumir.
Los violentos, no nacen, se hacen. Al menos la mayoría. Que un muchacho o muchacha, derive en actitudes violentas, no es casualidad. Existe un trasfondo que la propia sociedad permite y asume como algo propio de los tiempos. Escenas violentas y tratos vejatorios pueden verse hoy nada más encender la televisión a todas horas.
Las películas tres partes de lo mismo, los videojuegos, sirva mi propio ejemplo…cantidad de material disponible y que se consume casi sin darnos cuenta pero que, sin embargo, hace mella en esa aún inmadura personalidad de muchos niños, adolescentes y jóvenes.
No es raro pues que un chaval entienda que pueda pegar a otro por el mero hecho de que le mire mal o le diga algo si a golpe de mando de consola, ha aprendido a dar patadas dónde más duele a un personajillo del juego hasta dejarle exhausto o muerto.
No es raro tampoco que considere normal, divertido y hasta lo justifique, que los novatos de un instituto o facultad, soporten vejaciones de mal gusto y se les grabe con el móvil para luego colgarlo en el portal You Tube. Los americanos, con sus fantasmales películas de universitarios, lo hacen desde tiempos inmemoriales. Tampoco le parece extraño reírse, mofarse y ridiculizar a un discapacitado, a un profesor, a un compañero “ empollón”, son personas que por un extraño concepto mal aprendido y entendido en su abotargada mente insensible, ven diferentes, débiles y por tanto focos y dianas fáciles para aflojar sus instintos.
Y todo se reduce a eso. A pésimos aprendizajes y a la fácil disponibilidad de contenidos violentos en la sociedad que, aliñado con el alcohol y las drogas, dan lugar a cada vez más comportamientos como el de ese joven “ normal” al que “ se le fue la olla” porque iba “ borracho” en un tren.
De aquí a unos años, no es por ser alarmista, pero como no pongamos un poco de atención en lo que consumen nuestros chavales y no pongamos ciertos límites a tanta violencia gratuita en los juegos, en la televisión y en el cine, me temo que habrá muchos “ violentos normales a las que se les irá la olla”. Y sino, al tiempo…