Una tarde cualquiera, hace ya unas semanas, por casualidad mi mirada se clavó en los ojos más tristes y lánguidos que jamás observé en persona alguna. Seguramente me he cruzado con muchos otros ojos tristes sin hacerles el menor caso ni detenerme en su mirada.
A menudo pasa por nuestro lado la grandeza y la miseria sin que siquiera sintamos calor o frío, pero unos días antes de Navidad, en un centro geriátrico, tuve ocasión de detenerme en la mirada triste de un anciano. Permanecía sentado en un sillón algo apartado con los ojos húmedos y hundidos, mirando pero sin mirar, como si no vieran realmente. Él no reparó en mí. Si en algún momento sintió mi presencia cercana, seguramente me vio como un bulto más entre toda esa gente que se movía, reía y comía delante de él.
Sin embargo, por alguna razón, yo no podía dejar de mirarle. Durante un buen rato observé aquellos ojos lánguidos preguntándome a dónde miraban, qué pensaban, porqué miraban de aquel modo, pero nada me contaban. Tan sólo se le adivinaba a través de esa languidez de párpados caídos, tristeza, una profunda tristeza cerrada al mundo y al bullicio que en ese momento había a su alrededor.
Hubo un momento en que sus ojillos vidriosos y nublados seguramente por las cataratas, se cruzaron con los míos, pero enseguida huyeron para, de nuevo, perderse en su melancolía. Y de repente comprendí lo que esos ojos de mirada triste escondían. Aquel anciano, se sentía como un niño al que nadie venía a ver el día de su fiesta de colegio. Junto a ese sillón en el que permanecía sentado, nadie cogía su mano. Nadie le pelaba un polvorón que llevarle a la boca. Tampoco nadie le hablaba al oído ni le hacía sonreír. Mucho menos le daban besos. Su mirada hacía ninguna parte, buscaba con tristeza lo que en ese momento no tenía: un poco de atención. . Quizá buscó en algún momento, pero al no encontrar a nadie en quién depositar su anhelo, decidió perderse en ese punto difuso dónde se aloja la soledad.
Quise pensar que, en ese momento, nadie acompañaba a ese anciano porque su familia por alguna razón no podía estar con él. El trabajo, la distancia…cualquier razón poderosa podía ser la causa de que ese hombre estuviera sólo.
A veces, en esta vida de frenesí que nos toca vivir, hacer lo más conveniente o necesario no siempre tiene como aliadas las mejores circunstancias.
Era viernes, siete de la tarde…un momento propicio o no según la vida y ocupaciones de cada cual, pero una lástima de cualquier manera pues en situaciones así, es cuándo el anciano siente el peso de la soledad como una losa, y le puede llegar a ser tan pesada que se pregunte si seguir viviendo merece la pena.
Pero, esa tarde, al anciano de mirada triste, le ocurrió algo que posiblemente no se esperaba a pesar de todo. Alguien se acercó hasta él y le preguntó acercándose a su oído:
– ¿ Puedo darle un beso?. El anciano, sobrecogido por ese inusitado acercamiento de alguien a quién no parecía reconocer como familiar, levantó los ojos y dijo todo mohíno: – ¿ Eh?…- Al principio, no pareció entender bien. Ese obligado desperezo de su soledad y tristeza era lógico que necesitara tomarse su tiempo.
La persona que se acercó hasta él, volvió a decirle: – Le pregunto si me deja darle un beso-. Esta vez, el anciano sí entendió, y ese rostro que instantes antes parecía la viva imagen de una vela con la llama azulada a punto de apagarse, tomó otro semblante. Como un niño que recibe una caricia, puso su cara para que depositara en sus mejillas dos besos y esbozó una leve sonrisa.
Muchas cosas pueden tener valor en esta vida, cada cual en su balanza personal sabe cuáles pesan más y cuales menos pero, a veces, aún en las cosas que pueden sernos ajenas, podemos encontrar pequeñas joyas que entregar y recibir.
Personalmente, de esa observación y de aquel gesto, aprendí que un beso en la mejilla de un abuelo triste puede ser el resorte de esa media sonrisa que necesita su solitario corazón.
Una ñoñez quizá para algunos pero todo un gesto de humanidad con quienes después de recorrer un largo camino en la vida, están cansados y débiles para sonreír espontáneamente.
Ese anciano de triste mirada, después de recibir ese beso cálido de una persona a la que no conocía, se sintió un poco mejor.
Fue tal vez un minuto, o quizá le duró más tiempo en su corazón pero su amargura fue menos amarga esa tarde después de todo.
Al marcharme, volví a mirarle en su rincón. Igual que una escultura quebradiza, quedó casi inerte en ese sillón dónde le encontré. Parecía menos triste, pero allí quedó resignado, tal vez esperando o tal vez no, que al día siguiente o tal vez nunca, alguien verdaderamente querido le diera besos y cariño.