Resumimos el misterio de la Encarnación de Dios con una frase: “La Palabra se hizo carne”.
Podríamos también resumir el misterio de la Cruz de Cristo con esta otra frase: “La Palabra se hizo sangre”.
La sangre es el símbolo de la vida. Por eso Cristo derramó su vida por nosotros. Es la señal del mayor Amor.
La sangre de Cristo derramada es el signo del amor más grande, de la paciencia, misericordia y perdón infinitos.
No habrían hecho falta más palabras de Jesús en su pasión; por eso también Jesús calló, pues su sangre derramada era y sería la gran palabra de amor para nosotros.
La cruz no es sólo el “dolor”, sino el gran misterio del “amor” de Cristo.
Dice nuestro paisano San Juan de Ávila dirigiéndose a Cristo crucificado:
“No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes, nos llama dulcemente a amor; la cabeza tienes inclinada, para oírnos y darnos besos de paz…, los brazos tendidos, para abrazarnos; las manos agujereadas, para darnos tus bienes; el costado abierto, para recibirnos en tus entrañas; los pies clavados, para esperarnos y para nunca te poder apartar de nosotros:
De manera, que mirándote, Señor, todo me convida a amor: el madero, la figura, el misterio, las heridas de tu cuerpo; y, sobre todo, el amor interior me da voces que te ame y que nunca te olvide mi corazón” (Tratado del Amor de Dios. nº.11)
Rompiendo la rutina de mirar la cruz y acostumbrarse a ello, es necesario colocarse ante Cristo en la Cruz, sintiendo su mirada personal y, con todo el corazón y con toda el alma, contemplar extasiado ese misterio de amor, de gracia y de perdón, para así quedar contagiado y acompañado interiormente por esa Presencia, para poder hacer de las propias cruces un trono de salvación y, al mismo tiempo, para abrazar con Cristo tantas cruces de tantos hermanos nuestros, los hombres, a quienes podemos, de diversos modos, ayudar a llevarlas, y hasta suprimirlas con nuestra generosidad humana y económica.