Comienzan los Juegos Olímpicos de Pekín 2008, en la capital del país más poblado, más emergente y más paradójico del mundo. Al lucir la llama olímpica en el estadio nacional de Pekín, en «El Nido», la convocatoria transciende los límites y los ámbitos de lo puramente deportivo para con convertirse en un acontecimiento global, en un fenómeno planetario.
«Un mundo, un deseo” es el lema de las Olimpiadas 2008. Sin embargo, mucho nos tememos que la frase no pase de ser una bella expresión, un deseo y un anhelo cargados de idealismo y hasta de marketing.
Y es que, aún cuando en las últimas semanas el régimen chino ha dado muestras de algunas aperturas y concesiones, quizá sólo «cosméticas», la realidad no permite demasiados optimismos. China es, sí una de las principales economías del mundo, plenamente instalada en el neoliberalismo capitalista de mercado. Pero la dictadura marxista impuesta en el país hace más de medio siglo sigue conculcando los derechos humanos y las libertades.
Basten dos significativos ejemplos: más de mil personas fueron ejecutadas por la pena capital en 2006, y la libertad religiosa —en un país oficialmente ateo y hostil a lo religioso— es una quimera, con muy tímidos y todavía muy insuficientes pasos de liberalización y de normalización por lo que respecta a la iglesia católica, que se ve sometida a las catacumbas de la persecución o al oficialismo asfixiante de la llamada iglesia patriótica.
… oportunidad y retos
Por ello, el éxito de las Olimpiadas de Pekín 2008 no podrán ser sólo los frutos deportivos en sí mismos, el buen desarrollo de las pruebas y de las competiciones, el adecuado funcionamiento de las infraestructuras y de los dispositivos de comunicación y de propaganda —se calcula en más de 40.000 millones de dólares el dinero gastado por las autoridades chinas sólo en comunicación y propaganda— o las ya garantizadas oportunidades para hacer negocio y vender cultura y turismo. Las Olimpiadas de Pekín 2008 sólo serán un éxito en la medida en que hagan realidad efectiva su lema, «Un mundo, un sueño», en la medida en que contribuyan a llevar a este inmenso y hermético país la valoración y respeto por los derechos humanos y de las libertades, incluida, por supuesto, la libertad religiosa.
Y Occidente no pude seguir mirando a otro lado como si no pasara nada, conforme de hecho con la situación sólo porque China es uno de los mayores y más prometedores mercados del mundo. Esta es la primera oportunidad y el primer gran reto de los presentes Juegos Olímpicos.
En segundo lugar, el deporte mundial necesita en Pekín y tras Pekín recuperar su propia identidad, volver a respirar, y nutrirse de sus raíces. El deporte es competición, prueba, ejercitación, disciplina, merito, sentido de la pertenencia a un grupo, afán de superación, tolerancia, forja de virtudes como la fortaleza, la templanza, la prudencia y la justicia, lealtad, valoración realista del propio cuerpo y de su necesaria y armónica conjunción con la mente, ruptura de barreras de raza o condición, aprendizaje, convivencia, magnanimidad, solidaridad, respeto a los demás y a las reglas, intercambio, enriquecimiento mutuo.
En el deporte aun siendo una legítima actividad profesional, no puede primar jamás la pérdida progresiva del sentido del juego y de la competición limpia. Tampoco el mercantilismo exacerbado ha de imponer ninguna de sus reglas. Ni la violencia, ni el juego sucio, ni el enloquecido fororismo, ni el endiosamiento de los deportistas contribuyen a la «verdad» del deporte y a su intrínseca vocación y naturaleza.
En esta recuperación de la identidad y de las raíces del deporte –“la actividad secundaria más importante y más hermosa del mundo», que afirmara Juan Pablo II, el Papa deportista; uno de los instrumentos más poderosos y eficaces «para la construcción del hombre integral y para la edificación de una sociedad más fraterna y más justa»—, bueno será recordar el origen cristiano del Olimpismo y de sus lemas «Citius, altius, fortius» (“Más rápido, más alto, con más Fuerza») o «Lo importante no es ganar sino participar”.
Y bueno será también recordar y vivir la necesidad de que el deporte, (de que la llama olímpica recién encendida sobre el pebetero del estadio nacional de Pekín), sea una ocasión de encuentro y de diálogo más allá de cualquier barrera o circunstancia, de promoción de la amistad y la fraternidad entre las personas y entre los pueblos, y de potenciación de los verdaderos valores, como son siempre y en todo lugar los derechos humanos.
Editorial Revista Ecclesia 9 de Agosto 2008