Hace unos días, paseando por un camino a orillas del río Pisuerga, lugar en el que suelo pasar los veranos, me encontré con Nico.
Ustedes se preguntaran quién es Nico y qué de particular tiene en estas líneas. Pues bien, Nico es un vecino que tengo de apenas doce años que emigró de Argentina junto con su familia. Yo le conocí hace tres años cuándo venía con su padre a traerme el pan y el periódico diario hasta la puerta de mi casa con una furgoneta de la panadería del pueblo. Por aquellos días, en ese afán de inculcarle el hábito de la lectura, a Nico y a su hermano, les dejaba libros y comics para leer, algo que sirvió no sólo para que leyeran sino para entablar una cordial relación como vecinos.
Desde entonces y en los sucesivos veranos, en esta orilla del Pisuerga, he visto a Nico en varias ocasiones y siempre me ha dedicado su sonrisa infantil a medio camino entre la timidez y la simpatía, y me hubiera conformado con eso solamente porque para mí la dedicada y espontánea sonrisa de un niño es suficiente para tenerle cariño; sin embargo, él quiso regalarme algo más de sí mismo la tarde que me lo encontré.
Eran las ocho de la tarde. El sol ya se preparaba para su ocaso lento cuándo vi a Nico serpentear el camino corriendo. Pensé saludarlo solamente para no interrumpir su carrera pero al llegar a mi altura, él decidió parar para hablar conmigo.
– Buena carrera estás echando, chaval, le dije al reparar en su camiseta sudada y su respiración acelerada.
Y, él, con esa sonrisa limpia y blanca, que a su vez resaltaba en su tez morena y sus ojos oscuros, me contestó:
– Es que estoy entrenando. La semana que viene empiezo a jugar ya partidos de fútbol con mi equipo y tengo que prepararme. Todos los días estoy saliendo a correr.
Me llamó la atención su autodisciplina. Pensé que mucho debía gustarle el fútbol para someterse a ese solitario entrenamiento diario.
– Te gusta mucho jugar a fútbol por lo que veo…, le dije animándole a que siguiera contándome.
– Sí. Ahora mi equipo compite en la liga provincial, pero a lo mejor al año que viene jugamos en la liga autonómica. El año pasado quedamos sextos en la liga. Este año tenemos que quedar primeros…
Y luego siguió hablándome de las diferentes categorías que había en el fútbol y de lo mucho que tenía que entrenar, porque sus miras, como luego pude averiguar, estaban puestas más allá de esos próximos partidos que debía disputar con su equipo actual.
– Dentro de un mes, voy a hacer unas pruebas para ver si puedo entrar en la cantera del Real Valladolid.
En su cara pude apreciar la viva imagen de un sueño que deseaba ver cumplido en el equipo de fútbol de mi ciudad. Comprendí sin mucho esfuerzo que, esas carreras auto-impuestas, tenían toda una motivación detrás y que la férrea voluntad de ese pequeño futbolista que tenía delante, sudado y casi exhausto, era sin duda todo un ejemplo de tenacidad y buenos propósitos para alcanzar su sueño.
Pero aún lograría sorprenderme más conforme seguimos hablando. Sabía que su hermano también jugaba al fútbol y quise ponerle un poco a prueba para ver hasta dónde llegaba, no sólo su entusiasmo, sino también la noción de sí mismo.
– Entonces, es que eres muy bueno, porque a esas pruebas no se presenta cualquiera. ¿Quién es mejor?, ¿ Tú o tu hermano?…le pregunté algo pícaramente.
Otra vez sonrío, sólo que esta vez bajó un poco la cabeza poniendo de relieve cierta timidez a la hora de contestarme.
– Soy yo más bueno que él. Mi hermano es muy vago…No quiere entrenar y tampoco le gusta correr, dijo con cierta modestia.
– Ah. Ya entiendo, le dije sonriéndole y dándole cariñosamente unas palmaditas en el hombro. Pero, escucha una cosa: El fútbol está bien si te gusta y eres buen jugador, pero tienes que estudiar también ¿ Eh?. La carrera de un futbolista es corta y no digamos si sufre lesiones… le advertí en ese tono aleccionador que solemos utilizar los adultos a la hora de dar consejos.
Y como no podía ser menos, enseguida le pregunté:
– ¿ Eres buen estudiante o no te gusta estudiar?. ¿Que tal las notas?…
Otra vez afloró su timidez y una vez más logró sorprenderme.
– Saco buenas notas. Me gusta estudiar, dijo con rotundidad.
Y continuó:
– Algunos futbolistas, además de jugar al fútbol, trabajan en otras cosas y tienen otras profesiones. Hay uno que trabaja como publicista, lo he leído en una revista…
Poco más podía añadir al respecto salvo reafirmar lo que Nico al parecer ya había pensado para su propio futuro.
– Requiere un poco más de sacrificio, le dije, pero con esfuerzo puedes hacer las dos cosas: jugar al fútbol y estudiar, ya lo verás. Y quién sabe si dentro de unos años, llegas a ser toda una figura del fútbol…y yo diré que fuiste vecino mío y que te vi echar carreras…
Ambos nos sonreímos como si aquello que acababa de decir fuera algo que entraba dentro de lo posible, pero al mismo tiempo difícil.
No obstante, en ese niño de doce años que tenía delante, había algo que sin duda le hacía desmarcarse de quienes, al igual que a él, les gustaba el fútbol. Era más que evidente que no se conformaba con jugar, quería superarse y llegar a ser un buen futbolista y sabía exactamente cómo debía hacerlo: exigiéndose a sí mismo sin caer en la vagancia como al parecer le ocurría a su hermano.
En definitiva, comprendía que debía entrenarse para la vida que, tal vez sí o tal vez no, estaba destinada para él. Pero, del mismo modo, sabía que era importante estudiar y que debía hacer las dos cosas. Poco más había que añadir al respecto.
Nico decidió continuar su carrera hasta su casa. Me despedí de él de la única manera que se me ocurrió hacerlo: deseándole mucha suerte.
El tiempo dirá si mi vecino, llega a ser un futuro Zidane o Villa, pero si no llega a serlo, creo que será muy bueno en aquello para lo que esté destinado, porque a sus doce años ya sabe que cuanto se está por conseguir, requiere esfuerzo, superación y constancia.
He conocido a otros muchos niños con iguales deseos de ser lo que anhela Nico, jugadores de fútbol en grandes equipos o deportistas de élite, pero lo cierto es que pocos, muy pocos han demostrado ser capaces de hacer con su vida un férreo entrenamiento para alcanzar metas.
Y lo peor es que no sólo desisten y sucumben ante los deportes por el esfuerzo que requiere, sino también a prometedoras carreras como buenas personas entregadas y con valores.
Pero quizá, y he aquí dónde debemos hacer un punto de inflexión en nuestra parte de responsabilidad como educadores, la culpa no sea sólo de ellos.
Quizá nosotros, como padres, abuelos, adultos, en definitiva, no estamos haciendo del todo bien las cosas a la hora de entrenarles para la vida. Quizá no estamos siendo tan buenos entrenadores como creemos. Quizá no pongamos los listones de la exigencia a la altura adecuada. Son tantos los “quizás” posibles…
De esta singular experiencia que hoy comparto con ustedes queridos lectores, personalmente me he permitido reflexionar y hacer examen de conciencia y no en vano, les animo a que lo hagan también.
Y, también les animo a una cosa más: si como me ha ocurrido a mí, ven correr a un niño hacía una meta, mirar hacía el horizonte con un sueño, que con esfuerzo y voluntad puede ser alcanzado, no duden en animarlo. Guíenle. Exíjanle. Entrénenlo, en definitiva.
Nuestra misión, entre otras muchas en este camino de vuelta en el que muchos vamos caminando, no es otra que entrenar a nuestros hijos para LA VIDA. Y…mañana, Dios dirá lo que habrá de ser cada cual.