¿Podemos imaginar que un día, de repente, ya no hubiera música?
En un mundo imaginario sin música, te levantarías rodeado de un incómodo silencio: no podrías sentirte el mejor cantante del mundo bajo la ducha, ni tararear melodías en el camino hacia el trabajo, mientras andas por la calle o esperas pacientemente en la parada del autobús; tomar algo en un bar con tus amigos sólo sería un diálogo con interferencias de decenas de conversaciones cruzadas, sin ese agradable fondo de canciones que se funden envolviendo palabras, risas o sentimientos.
Ceremonias, ritos y todo tipo de celebraciones, desde la más solemne y religiosa hasta la más sencilla y profana, perderían su magnificencia y color, huérfanas de melodías, voces e instrumentos; el inmenso placer de aprender a cantar y a tocar no existiría, así es que cientos de miles de pianos, violines y tantos otros instrumentos yacerían moribundos aplastados en vertederos, olvidados en sótanos oscuros y millones de partituras serían pasto de las llamas.
Tus recuerdos dejarían de teñirse de notas como lo hacen ahora: la canción del verano en la playa, el tema de aquella hermosa película, el disco que escuchabas cuando necesitabas quedarte soñando a solas…
La música vive bajo nuestra piel desde el latido mismo de nuestros corazones e impregna nuestros impulsos mentales y afectivos.
Si el hombre es un ser racional, el hombre es un ser musical; así, perseguimos sin cesar la armonía mental en nuestras vidas, y atribuimos la elegancia en las personas a la armonía de sus formas y en la expresividad de sus sentimientos.
Preferimos el buen tono con nuestra forma de saludar y de dirigirnos los unos a los otros, porque el mal tono siempre origina disputas e infelicidad; y tenemos claro que todas aquellas cosas que nos parecen erróneas o injustas nos suenan mal, mientras que las palabras amables en la tristeza, los buenos consejos ante la duda, las ideas nobles y positivas ante los problemas nos suenan a música celestial.
La música cumple funciones muy importantes en el mundo de los seres humanos: la más inmediata es su función afectiva, que la lleva, a veces con apenas unas notas o un simple ritmo, a sumirnos en una profunda melancolía o provocar una euforia irrefrenable.
Su poder de atracción es ilimitado, y no hay ser humano que, inconscientemente, no distraiga sus pensamientos al oír salir música de un balcón, ni pueda evitar pararse a escuchar al violinista, guitarrista, etc. que nos regala sus notas en la esquina de una plaza o en una estación del metro; los niños permanecen embelesados ante cualquier manifestación musical, y el bebé más enfadado acaba sucumbiendo ante el dulce encanto de una nana.
La mayoría de nuestras experiencias vitales se vinculan a la música, hasta el punto en que la simple escucha de determinadas melodías puede desencadenar en nosotros un torrente de recuerdos de una tarde, un verano, una persona, o a veces de toda una época de nuestra vida.
Dejemos que Dios y la música sigan envolviéndonos y humanizándonos.