Cada día al caer la tarde se oculta el sol en la profundidad de la noche. Pero hay días en los que no vemos el ocaso porque el cielo está nublado. También hay otros días en los que el cielo derrama lluvia, y tampoco entonces podemos despedir al sol. Sin embargo sabemos que el sol nunca naufraga y que al día siguiente volverá a regalarnos su luz y su calor.
Amo las puestas de sol porque son inaccesibles, y porque me trasladan al ayer de mi infancia. Al misterio del ocaso, ignorando datos geográficos y astronómico.
Admiro la inefable belleza del sol al hundirse en el horizonte, porque todavía sueño que puedo llegar a tocarlo con la punta de mis dedos. Y también, porque, aunque ahora ya sé que jamás llegaré a sentir su textura en la sensibilidad de mi piel, al contemplarlo, me hace olvidar- momentáneamente- el fango por el que sol se oculta y la suciedad en la que amanece.
Antes, cuando yo era niña, había palabras que nadie pronunciaba; al menos en mi entorno no existía pedofilia o paidofilia y pederasta. No quiero decir con esto que los abusos a menores no existieran, pero sí que no eran aireados, o que había menos de los que ahora se dan.
El abuso hacia los niños existía desde el campo del trabajo, siendo rechazado en narraciones infantiles de la mano del drama con final feliz, mostraban el camino recto que toda persona de bien debía seguir.
Charles Dickens -por citar un escritor universal- en sus novelas denuncia la infancia maltratada y explotada, además de los excesos de la sociedad de su tiempo.
Juan Ramón Jiménez, en las páginas de Platero, hace desfilar niños con penurias y tristezas, y la fotografía narrativa de una sociedad rural con sus valores y contravalores entrelazados.
En los cuentos infantiles recogidos oralmente por autores europeos, el abandono de los niños como en La casita de chocolate, y en Pulgarcito, nos los describen. Y José María Sánchez Silva en Marcelino Pan y Vino, muestra al bebé dejado en la puerta de un convento.
Niños que lloran y sufren en sociedades diversas con saltos de siglos, pero con el mismo llanto. Niños que hoy además son ultrajados, vejados, asesinados y utilizados para satisfacer bajas pasiones de seres depravados. Niños desaparecidos, perdidos por esos mundos inhóspitos donde la vanidad y el lujo priman el mérito de los codiciosos. Niños que sólo son cifras desvanecidas en los medios informativos cuando pasan unos meses y nadie sabe dar cuenta de ellos.
En España casi la mitad de los niños agredidos por abusos sexuales son en gran mayoría-se estima en un 90 %- cometidos por hombres. Actualmente estos delitos en contra de los más pequeños y débiles, junto con las mujeres asesinadas por sus parejas, en los últimos meses son los que más han crecido. Un tema sangrante e injustificado.
Y todavía los que tienen la obligación, no solo moral, sino jurídica, cuando se castiga una falta por negligencia, se declaran en huelga. En la calle, en los bares, en las piscinas cubiertas, en las puertas de los colegios, en las pescaderías y en los hospitales, entre los que barren las calles y pegan los carteles publicitarios en vallas y paredes en días pasados, y aún hoy, se escucha con ironía que los jueces y sus ayudantes no pueden ser juzgados ni multados.
La muerte de Mari Luz, una niña gitana, ha conmocionado y revuelto las conciencias dormidas, gracias a la valentía y el tesón de su familia.
Y la sociedad, esta sociedad nuestra tan vacía y tan perdida se ha mirado en su propio espejo y, al verse reflejada en él, ha visto que el sol cuando se oculta no lo hace sólo porque viene la noche, más bien se oculta porque no puede soportar ver el lodazal en el que vivimos aquí abajo.
En todas las sociedades han existido las presiones del Estado, pero, de pronto en nuestro entorno, hay incertidumbre y falta de confianza en la balanza de la justicia.
También hay un miedo callado que recela de lo que nos rodea. Una y otra vez las fuerzas de orden público salen a la palestra informando de acciones y detenciones, pero, dudamos de que esa eficacia sea real mientras los jueces y sus ayudantes sigan poniendo en la calle a los maleantes.
Todos en voz baja decimos lo mismo: nos sentimos burlados. Pero yo me pregunto ¿quién negocia con el llanto silencioso de los niños, con tamaña ruindad, que su impudicia queda exenta de castigo real?
Hay muchas voces alzadas que piden, sin estruendo, cambiar la táctica empleada hasta hoy. Si el camino que seguimos no es el correcto, ni el justo, hay que buscar otro. Y a la gente de la calle, las explicaciones dadas por los empleados de los juzgados no nos han convencido.
Como tampoco nos convencen que a los violadores de niños hay que tratarlos con guante blanco y salidas en las televisiones, como si tuvieran los mismos derechos que sus víctimas.
Hoy por hoy a la gente de a pie, el llanto silencioso de los niños muertos y vejados nos duelen en las entrañas, y para nosotros, esos magistrados orgullosos de sus carreras y sus juicios impolutos, han perdido prestigio. Porque el prestigio no lo da un titulo universitario, si no el buen crédito que debe conferir a la justicia en cualquier sentencia.
Las verdades hay que decirlas sin tapujos ni enredos y mirar a otro lado para tapar al sol no es posible, porque el sol es la vida.
Sin niños la vida se termina, y si a nuestros niños los encenagamos en miserias obscenas, perderemos la belleza real, que no es otra cosa que la mirada limpia de la cara de un niño.
Luego cuando sólo nos quede el llanto diremos como el poeta Pedro A. González Moreno:
"Una infancia de arroyos y tormentas
pasó por estas calles y dejó precipicios abiertos".