Te conozco, Señor, por lo que siento
que me sobra en deseo y afán:
porque el vacío de mi descontento
tiene el tamaño de tu inmensidad”
“¡El vacío de mi descontento tiene el tamaño de tu inmensidad!”
Sí, José Maria Pemán resume en esta frase la vivencia más universal que hay en cada ser humano.
Sin duda, lo más profundo que podemos decir de nuestra vida es que es una búsqueda (consciente o inconscientemente) de Dios.
El corazón y la mente de la persona llevan una sed, un deseo, una añoranza tan grande de felicidad que es un hueco solamente capaz de ser llenado por el Infinito.
A no ser que algo o alguien “atonten” nuestro pensar y sentir, éstos siempre están buscando “algo más”. Ese algo más es lo que nos falta en todos los deseos y afanes y que nada mundano llena. Somos seres insatisfechos. Y nada termina por llenarnos del todo. Llevamos nostalgia de Dios, de un paraíso perdido.
“Nos hiciste, Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”– dijo bellamente San Agustín, después de haber buscado la felicidad, sin lograrlo, en placeres de este mundo.
Nuestro gran filósofo Unamuno hablaba de la necesidad, de la pasión del hombre por lo eterno, por lo inmortal.
Padecemos de hambre y sed casi infinitas.
Así lo expresa el salmo 63: “Oh, Dios tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi garganta tiene sed de ti, mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agotada, sin agua”
Cada persona puede caer en la tentación de buscar y querer saciar esa sed, como dice el profeta Jeremías: abandonando a Dios, “fuente de agua viva, y cavando aljibes, agrietados que no retienen el agua” (Jer. 12,13).
Puede suceder que la persona se quiera encoger de hombros ante las preguntas de la mente y ante los deseos inmensos de felicidad.
Puede querer silenciar esos deseos divinos con pequeñas y pasajeras migajas de satisfacciones; puede recurrir a respuestas prefabricadas-las que ofrece la publicidad y el comercio para la “masa”.
Pero, en los momentos de silencio, en los momentos- “situaciones límite”- de dolor, de desilusión , de fracasos que tiene la vida, la pregunta y la búsqueda sin límites que está latiendo, aflora y da la cara..
Dios en Cristo vino y viene a nuestro encuentro. Sentado al borde del pozo, hablando con la mujer samaritana (ávida de amores y al mismo tiempo insatisfecha: había tenido cinco maridos y el que tenía entonces no era el suyo), le dijo: “El que bebe agua de ésta vuelve a tener sed; el que beba el agua que yo voy a dar nunca más tendrá sed: porque esa agua se le convertirá dentro en un manantial que salta dando una vida sin termino” (Jn. 4,14).
Empezamos el tiempo de Adviento: Dos novedades pueden llenarlo: La primera y principal es el descubrimiento de Dios como Principio y Fuente de vida verdadera y eterna, como Apoyo, Refugio y Garantía de nuestra vida personal y de la humanidad entera. Un encuentro sereno diario- en la oración y meditación- con el Señor, sentado junto al pozo de nuestras felicidades que no nos llenan, para mostrarnos el camino de la satisfacción total.
La otra novedad del Adviento tiene que ser el reconocimiento de nuestra posible ceguera para buscar dónde se encuentra la auténtica felicidad. De ahí puede nacer una conversión hacia las fuentes de donde brota la verdadera alegría. Puede ser también un aquilatar nuestro corazón en los verdaderos amores: Dios y el prójimo, especialmente a los más necesitados; un vaciar nuestro corazón de tantas cosas que no terminan de llenarlo y abrirlo a la generosidad, a compartir.
Como la fuerza de nuestro ser hacia los bienes permanentes y eternos es muy fuerte, se necesita también que toda nuestra mente y nuestro corazón busquen apasionadamente, con todas las fuerzas el tesoro escondido.
El salmo 42: “Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo”, nos ofrece una imagen muy gráfica de cómo ha de ser nuestra búsqueda en el adviento de esta Navidad cercana y en el adviento de toda nuestra vida.